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En cualquier economía es posible que las empresas puedan presentar situaciones de falta de flujo de caja que les permitan sustentar las obligaciones adquiridas con terceros, lo cual las hace entrar en un estado de impago que puede comprometer su funcionamiento, e incluso llegar a poner en entredicho su existencia. Teniendo en cuenta este fenómeno (no poco común en una economía de mercado), la legislación colombiana ha provisto a los empresarios, y con posterioridad a las personas naturales, de herramientas que les permitan salvaguardar el funcionamiento empresarial y garantizar a sus acreedores el pago de obligaciones que se encuentran insolutas.
Buenas intenciones sobran a esta legislación. No podemos negar que el fin principal de la Ley 1116 de 2006 no es otro que buscar la forma de subsistencia del tejido empresarial colombiano que permite la generación de empleo y los beneficios que brindan a la economía de un país. Es claro que el último recurso para nuestra legislación es llevar a la liquidación a una empresa, pero en casos extremos no existe otro camino viable.
Ahora bien, es claro que los esfuerzos que entidades como la Superintendencia de Sociedades hacen en todos los procesos de su competencia son absolutamente valiosos y, se da por descontado, de una altísima utilidad para el correcto funcionamiento del procedimiento de insolvencia. También lo es que una parte del empresariado colombiano ha visto y encontrado en los procesos de insolvencia un escudo de protección que, no obstante, ha sido utilizado de forma perversa para prorrogar el cumplimiento de obligaciones.
No podemos mentir que en Colombia la premisa principal no es el cumplimiento de la ley: no somos un país con características de acatamiento de nuestro ordenamiento jurídico y, por el contrario, la máxima con la que funcionan algunas personas es la de “hecha la ley, hecha la trampa”. Esta forma de pensar, tan arraigada en la mentalidad colombiana, está generando un fenómeno de desconfianza en las relaciones entre proveedores y clientes, pues, tal como nuestra realidad demuestra, algunos empresarios han encontrado en la reorganización empresarial la forma de desconocer los compromisos adquiridos y así defraudar a quienes de buena fe han contratado con sus compañías.
El problema, sin duda, no es de la ley o de la entidad encargada de la reorganización empresarial, pues son muchas las formas en que los empresarios malintencionados han logrado burlar los filtros de la Supersociedades, dejando a sus acreedores con pasivos que en algunos casos son de imposible retorno y con el malestar de ver cómo la norma está sirviendo de instrumento para que, con balances no acordes a la realidad, empresas cuya política es incumplir puedan de manera flagrante lograr el objetivo de estar protegidas para no honrar sus compromisos.
Debemos no solo revisar las causas por las cuales las empresas están llegando a estados de insolvencia financiera, sino endurecer los controles para aquellas empresas que quieren hacerles fraude a la ley y a sus acreedores, objetivo que se logra con el fortalecimiento institucional a la Supersociedades, dotándola de más recurso humano y de herramientas que le permitan identificar aquellos empresarios que con filigrana construyen una insolvencia que no es real. Así como el objetivo de la ley es la recuperación y conservación de la empresa como unidad productiva, tenemos como tarea pendiente no dejar en el olvido a los acreedores que pueden terminar en procesos similares por causa del impago de obligaciones vitales para su existencia.