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La semana pasada asistí como invitado a un desayuno-debate organizado dentro del programa Estado de Derecho para Latinoamérica de la Fundación Konrad Adenauer y el Centro de Estudios de Derecho, Justicia y Sociedad-Dejusticia. En este corto, pero interesante debate, se planteó la siguiente pregunta: ¿cómo financiar la paz? Uno de los inconvenientes iniciales a la hora de hablar de cómo hacer para financiar la paz surge desde su concepción, es decir, ¿cuáles entendemos por costos asociados directos del posconflicto? En dicho debate, vi como diferentes personalidades de la vida nacional partían de que toda implementación o reforma es un costo asociado al posconflicto, por lo que manifestaron su preocupación por los cerca de casi $100 billones que la aplicación de los acuerdos puede costar en los primeros 10 años; su angustia es acertada, pero sus planteamientos errados.
Si bien es cierto que estamos de acuerdo con los números de lo que será el posconflicto, también lo es que deberíamos estarlo - pero no lo estamos- en la necesidad de reconocer que el Estado colombiano, casi desde su concepción, no ha tenido presencia real y material en gran parte de territorio nacional. Una vez clara esta premisa, es importante entender que no todo costo inherente a los acuerdos debe ser relacionado con el posconflicto y menos desde la Constitución de 1991 que, entre otras cosas, implementó el Estado Social de Derecho en nuestro país. Hoy, nos quejamos de que el costo de la paz es “demasiado alto”, “que de dónde van a salir los recursos para este objetivo” y, por el contrario, no entendemos que estamos pagando el sobrecosto que implican decenas de años de abandono estatal y la inaplicación del Estado Social de Derecho; mal podrían nuestros expresidentes insultar nuestra inteligencia al cuestionar de dónde se financiará la paz si ellos son solidariamente responsables por la indexación en los costos de darle cumplimiento a las garantías de nuestra hermosa, pero a veces utópica, Constitución de 1991.
Tal como lo hice en este debate, aclarado el concepto de costo del posconflicto, reitero que no podemos perder de vista que la culpa del alto costo no es de los ciudadanos, y que son necesarias fuentes de financiación que deben ir más allá de la simple y fácil medida de las reformas fiscales en el país. Es preciso tener presente la machacada, pero útil frase de Albert Einstein: «Una locura es hacer la misma cosa una y otra vez esperando obtener resultados diferentes». No podemos seguir siendo los locos del mundo, debemos partir de conocernos como país, para poder explotar lo mejor de nosotros y salir de la inviabilidad a la verdadera prosperidad.
Colombia no es líder en producción de petróleo, gas o minerales; nosotros somos un país con vocación, pero sin convicción agrícola; nuestra riqueza no está en las minas, sino en la biodiversidad, por lo que, tal como lo expuse en dicho debate, es necesario volcar nuestros esfuerzos en la investigación y el desarrollo, más conocidos como I+D. Nuestro enfoque en I+D debe volcarse sobre el gran banco natural genético del país, como fuente de generación de conocimiento traducido en patentes aplicables, lo cual traerá efectos de alto y positivo impacto sobre la creación de industria, el pago de impuestos, y la creación de empleo rural para quienes hicieron parte del conflicto, entre otros beneficios, lo que nos llevará a activar el consumo como dinamizador de la economía. Si no lo hacemos, este será un nuevo fracaso que tendremos que sumar a la larga lista de estos, que existe en el país.