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No creo que el éxito sea lo que en realidad comúnmente se entiende, lo que no puedo negar es que vivimos en un mundo obsesionado con la productividad. Durante años, las organizaciones midieron el éxito en función de indicadores de rentabilidad, expansión y liderazgo en el mercado. Pero hay un costo oculto detrás de cada ascenso, cada contrato ganado y cada empresa en crecimiento: el desgaste mental y emocional de quienes sostienen ese éxito.
Nos vendieron la idea de que la clave está en trabajar más, en dormir menos, en sacrificar la vida personal para obtener logros profesionales. Y muchos compramos esa historia. Pero, ¿a qué precio? Hoy, las empresas están despertando a una realidad innegable: el éxito sin bienestar es insostenible.
Durante décadas nos han hablado de la resiliencia como esa capacidad de resistir, de seguir adelante sin importar qué. Pero, ¿y si la verdadera resiliencia no fuera aguantar hasta quebrarnos, sino aprender a reconstruirnos sin perder la esencia? Fracasar no es lo contrario del éxito, es parte del camino. Sin embargo, la cultura empresarial ha demonizado el error, ha castigado la vulnerabilidad y ha exaltado el sacrificio desmedido como si fuera una medalla de honor.
El problema con esta mentalidad es que crea profesionales que operan desde el miedo, equipos desgastados y líderes desconectados de sí mismos. Y lo peor es que la factura siempre llega. Ansiedad, depresión, burnout, enfermedades psicosomáticas. Porque el cuerpo y la mente no distinguen entre el estrés laboral y la guerra: reaccionan igual.
Hoy, el mundo empieza a girar en otra dirección. Ya no se trata solo de cuántas horas trabajas, sino de qué tanto sentido tiene lo que haces. Las nuevas generaciones no buscan únicamente salarios altos, sino propósito, bienestar y autonomía. Y no, no es que sean “frágiles” o “poco comprometidos”, como muchos directivos repiten. Es que entendieron algo que a las generaciones anteriores les costó la salud, la familia y la vida: el trabajo es solo una parte de la ecuación.
Las organizaciones que no entiendan esto están condenadas a perder talento y competitividad. Porque en un mundo donde la salud mental es un activo, las empresas que no la prioricen quedarán obsoletas.
Para los que crecimos en un mundo donde el error se castigaba y la vulnerabilidad se ocultaba, aceptar el fracaso como parte del aprendizaje no es fácil. Pero es fundamental. Nadie construye una vida plena sin equivocarse, sin replantearse el camino, sin darse el permiso de pausar cuando es necesario.
Las organizaciones también necesitan este permiso. No para volverse complacientes, sino para evolucionar. Un equipo mentalmente sano innova más, resuelve problemas con mayor creatividad y genera mejores resultados a largo plazo. Un líder que entiende esto no solo construye empresas, sino que deja legado.
El mundo cambió. Y si las empresas no cambian con él, perderán lo más valioso que tienen: su gente. La verdadera pregunta no es si podemos permitirnos priorizar la salud mental en las organizaciones, es si podemos permitirnos seguir ignorándola. La respuesta es evidente.