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Mucho se ha hablado por estos días desde que se conoció el laudo del tribunal de arbitramento que condenó a la Nación al pago -destinado a cubrir las contingencias que se crearon con terceros contratantes de buena fe- de $211.000 millones. Independientemente de lo que se pueda o no concluir sobre la actuación de la ministra de Transporte Ángela María Orozco, me ocuparé a analizar, como si se tratara de un partido de fútbol, las conveniencias e inconveniencias de esta decisión.
Si bien no podemos desconocer que los hechos que involucraron a las compañías de la sociedad Ruta del Sol, los funcionarios públicos y terceros son absoluta y categóricamente rechazados por todos los ciudadanos, en el proceso de indignación no podemos actuar sin un norte jurídico y sin entender los efectos económicos de la decisión que, en este caso, un tribunal de arbitramento tomó.
No reconocer la totalidad de las obras ejecutadas y no pagadas, sin importar la causal que dio origen a la nulidad, es una arbitrariedad. Lo es porque es indudable que el Estado tuvo un desarrollo que está valorado, mejorando sus índices de desarrollo, y no está pagando el justo precio por lo que ha recibido. Sé que muchos en este punto pensarán que el contratista debe ser castigado por el hecho corrupto y sí, pero en su utilidad, no en lo efectivamente ejecutado.
El mensaje a los financiadores e inversionistas es que, con independencia de los hechos que rodeen el caso, el Estado va a disponer de la infraestructura y la hará de su patrimonio sin el valor de este desarrollo. ¿Quién querrá -con esas condiciones-financiar el desarrollo de la infraestructura? Creería que si hacemos una encuesta se termina por cerrar en un círculo pequeño que tiene mayor tolerancia al riesgo, pero que reduce las fuentes para terminar generando una gran oferta sin que haya quién la desarrolle.
Gana el país porque se sienta un precedente sobre la corrupción desde un tribunal de arbitramento, demostrando la importancia y utilidad que significa esta manera alternativa de resolución de controversias y cuyo uso, contrario a lo que ha sido la tendencia en el país, debe incentivarse en el contrato estatal, de concesión o de APP. Ganan los contratistas porque, de la suma reconocida que tiene que presupuestar la ANI en la condena del tribunal, estos recursos se destinarán para el pago de los terceros de buena fe que creyeron en ese proyecto pero que no fueron partícipes de todo el entramado.
Perdemos los colombianos porque se dejaron de calificar y aclarar si quienes intervinieron en la financiación y forman parte del grupo económico son o no terceros de buena fe, pues esta claridad era necesaria para determinar quiénes serán los beneficiarios de los recursos, ya que son limitados, pero tal vez no sean suficientes para todos los contratantes de buena fe de la concesión.
Esa indeterminación es uno de los mayores -a mi juicio- defectos que tiene el laudo, que, luego de 699 páginas, puedo extraer como la deuda en la resolución del conflicto. Si no lo hizo el tribunal, ¿será que la Procuraduría hará la auditoria de esos pagos? Sería interesante una figura garante que permita la calificación de los criterios de los terceros de buena fe para que se logre determinar si los bancos miembros del grupo de uno de los accionistas tienen el derecho de recibir una compensación a pesar de las pruebas que obran en los diferentes expedientes judiciales. Amanecerá y veremos.