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Analistas 27/08/2020

Obsolescencia premeditada

Guillermo Cáez Gómez
Abogado y consultor en riesgos
GUILLERMO CAEZ

La semana pasada tuve la oportunidad de participar en un evento virtual organizado por la Corporación Fasol (una organización sin fines de lucro que busca generar espacios de atención solidaria a funcionarios de la rama judicial). En este webinar se habló sobre la anhelada modernización de la justicia. Compartí panel con jueces y funcionarios judiciales de diferentes lugares del país, quienes expusieron un diagnóstico crudo de la ausencia de infraestructura, recursos y voluntad necesarios para garantizar la prestación en condiciones dignas de uno de los pilares de la sociedad civilizada y de un Estado social de derecho: la administración de justicia.

Luego de oírlos, de intervenir en el evento y cuando las cámaras se cerraron, aún con los audífonos en los oídos, me quedé pensando en lo estúpido que debí verme hablando de las ventajas de la transformación digital en el sistema de justicia cuando en mi mismo panel estaba un juez cuyo juzgado, ubicado en Vegachí (Antioquia), no cuenta con servicio de internet y muchos funcionarios están “digitalizando” los expedientes con sus celulares, sin formación alguna para familiarizarlos con la realidad que los lanzó a un abismo sin paracaídas.

Ese sentimiento persiste casi ocho días después, no por la vanidad de sentir que hice el ridículo, sino por el dolor de patria de una realidad que termina por agudizar la profunda crisis institucional y personal que vive la justicia. ¿Quién responde? Parece que solo hay una cabeza de la administración de la rama judicial para los aciertos -que son pocos- pero no para el sinnúmero de errores, olvidos y decisiones erráticas en la vieja deuda con la justicia, que ponen de trinchera conveniente a los funcionarios de la rama judicial que sobre sus hombros cargan la responsabilidad reputacional.

¿Y la solución? Todo pasa por la voluntad, porque si bien no hay una vara mágica que haga que todo cambie de un día para otro, lo que sí existe es un común denominador que permite y patrocina ese statu quo: por inexplicables razones, y pese a los intentos de reformarlo e incluso suprimirlo de la estructura del Estado, el Consejo Superior de la Judicatura sigue impávido ante la penosa situación judicial. Nosotros los ciudadanos no podemos seguir siendo cómplices y espectadores silenciosos de la tragedia judicial. Así que no: primero debe pasarse la cuenta de cobro a una entidad que ha demostrado no estar del todo alineada con la realidad de muchos de sus funcionarios y que pretende ahora escudarse en una pandemia sin relación alguna con el cáncer de la indiferencia institucional.

Así como el metro de Bogotá, los problemas que padece la justicia están sobrediagnosticados y sin remedio. Están pretendiendo curar un cáncer con agua oxigenada. En contraste, el Ministerio de Justicia hace los esfuerzos que desde su competencia le son permitidos, sin que pueda interferir en las decisiones de la dirección de la rama. Soy testigo directo de la voluntad de hierro de muchos funcionarios de esa cartera, quienes estoicamente quieren contribuir para revertir la tendencia a la baja de la calificación de la justicia, pero, como diría mi madre, una sola golondrina no hace verano. Así que es la hora de dejar de seguir retratando la tragicomedia de la Justicia: es hora de tomar decisiones y empezar por el principio, que no es otro que hacer a un lado a los actores que, por su obsolescencia premeditada, siguen resolviendo correctamente las preguntas equivocadas.

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