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Llevamos un poco más de un año, desde que Gustavo Petro es presidente viendo como a toda costa quiere interferir en el mercado de la energía en Colombia. En principio uno podría pensar que buscar bajar la tarifa es una buena causa, pero eso no demuestra otra cosa diferente que el desconocimiento del país, del sistema energético y que no existe una planeación de política pública porque si bien no existe sistema perfecto, las consecuencias de una intervención abrupta afectará la confiabilidad de un sistema que lleva décadas dando buenos resultados en ese sentido.
Lo primero que se debe entender es cómo funciona el sistema. Colombia produce más de un ochenta por ciento de su energía con hidroeléctricas, el restante se abastece de otras fuentes como las energías renovables y de otros actores. En épocas como la que vivimos con el fenómeno del niño, es que entra jugar otro actor que es fundamental para la confiabilidad del sistema. Como es natural, ante el fenómeno del niño, las reservas de agua del país disminuyen, la producción por esta vía baja y por el contrario la demanda energética del país no lo hace y debe suplirse. En ese caso es cuando entran a jugar las termoeléctricas, tan criticadas y poco entendidas por el gobierno nacional.
La producción de energía de una termoeléctrica proviene de generar energía por medio de fuentes como el gas. Hay unas más eficientes que otras, aunque no me voy a detener a explicar un tecnicismo para no distraer la atención de donde verdaderamente debe estar. Su costo de producción de energía proviene de algunos factores externos que pueden afectar para arriba o para abajo el costo de producción por kilovatio.
Es una consecuencia lógica que la crisis conocida de Canacol en la producción de gas natural nacional, la crisis de la guerra de Rusia (de los mayores productores de gas del mundo) y Ucrania hayan impactado los valores de producción. Desde luego son elementos externos que nada tienen que ver con la voluntad de las empresas que producen energía por esta vía.
Otro de los aspectos que hay que entender y que al parecer en el gobierno nacional les ha costado más de un año asimilar es el esquema de tarifas. La tarifa se desagrega en la suma de estos factores: un porcentaje por generación, transmisión, distribución, comercialización, pérdidas (técnicas y no técnicas/robos) y restricciones. Solo para claridad, tan solo el veinte por ciento de esta proviene de la generación y a modo de ejemplo, la tarifa en la costa es alta en gran parte por la falta de conciencia y educación ciudadana pues el que paga su factura está teniendo que financiar al que se roba la energía. Siendo este el gobierno del conocimiento, los esfuerzos deberían ir encaminados más a la educación que a la agresión al sistema.
Así que no toda buena causa o buen discurso tiene detrás conocimiento. Recordemos que este año se amenazó con intervenir el sistema, facultades que el Consejo de Estado a buena hora declaró contrarias al ordenamiento jurídico; todo con el pretexto del paradigma del bueno y el malo.
Es por esta razón que escribo esta columna, para que se pueda poner en contexto que eso de la “tarifa justa” no es otra cosa que un sofisma de distracción para acabar con un sistema que viene funcionando bien. Estoy de acuerdo que debemos mirar la transición energética como un objetivo, pero se debe cuidar mucho la soberanía energética del país, no hacer intervenciones de estado a espaldas de los actores del sistema y mucho menos imponer visiones que parten del desconocimiento del funcionamiento del país.