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Van a ser nueve años de aquella columna que escribí en este mismo diario y que titulé “patentar la crisis”. En ese entonces, sin una pandemia siquiera en ciernes y mucho menos en un contexto como el actual, propuse lo que sigo considerando que debe ser la prioridad en la agenda de cualquier gobierno que pretenda cambiar radicalmente la realidad del país: investigación como sinónimo de desarrollo, crecimiento y generación de oportunidades producto del conocimiento.
¿Colombia es un país rico? Sí, pero no como nos lo han vendido. Nos han hecho creer que somos un país con capacidad extractiva y que el progreso iba a llegar de la mano de la minería, el petróleo y la actividad energética. Mientras nuestros esfuerzos como nación se dirigieron en producir un millón de barriles de petróleo diarios, el mundo vio cómo el precio se fue por el suelo y terminó generando números rojos en el balance. Un claro ejemplo son las apuestas de Reficar y Bioenergy. Entre los dos se botaron a la caneca cerca de US$1.000 millones, en lo que no resultó una apuesta con falta de visión, sino en lo que sería el crimen de Estado más grande: sacrificar la generación de conocimiento y desarrollo fundamentado en generar patentes que traigan equidad social por dos empresas que resultaron ser el gran “orgullo” del país, pues gracias a ese dinero perdido es que ocupamos los primeros lugares entre los países más corruptos del mundo.
Si hace siete años hubiéramos invertido esos US$1.000 millones en generar laboratorios de investigación genética basada en la biodiversidad del país —que sí es nuestra verdadera riqueza—, seguro hoy no estaríamos mendigando para recibir la vacuna contra la covid-19 y, por qué no, produciéndola, lo que nos permitiría impactar de manera positiva la agenda global. ¿Todavía nos preguntamos por qué Colombia vive esta realidad?
Hace muchos años, tuve la oportunidad de participar en una reunión con un grupo de abogados de EE. UU. expertos en propiedad industrial, con el propósito de realizar un trámite de una patente. Al momento de presentarme, dije mi nacionalidad; acto seguido, uno de ellos preguntó: “¿en dónde queda Colombia?” Completamente indignado y con vehemencia, le recriminé y le dije cómo era posible que no supiera de la existencia siquiera en el mapa de nuestro país. Ese mismo día entendí la razón por la cual hemos estado respondiendo bien las preguntas equivocadas.
El experto me dijo: “cuénteme: en la rutina de su mañana, desde que se levanta hasta que llega a su oficina, ¿en qué ha incidido su país?” Me quedé atónito y no supe qué responder. Pero no se detuvo, me dijo con suficiencia: “¿acaso el despertador, el calentador, el reloj, la estufa o el microondas en donde calienta el café, el carro (bus, metro o bicicleta) o su computador de trabajo fueron patentes que se originaron en Colombia?” Yo seguía en silencio por estar recibiendo una dosis de realidad de la que no pensé ser receptor en esa reunión a la que me había levantado entusiasmado. Él respondió por mí: “si su país no ha hecho nada por impactar positivamente la agenda global, ¿por qué tengo que saber en dónde se encuentra ubicado?”
Esa es nuestra realidad. Somos un país que deliberadamente ha invertido las prioridades de la sociedad. Nos tomamos el trabajo de construir a pulso nuestra propia realidad y no hemos querido entender la gran ventaja comparativa que con nuestros recursos naturales, creatividad y biodiversidad podríamos generar si apostáramos a los caballos correctos. ¿Seguiremos construyendo este modelo perverso de sociedad? Estimada y estimado lector, es momento de despertar y creer que una sola persona va a recuperar a toda una sociedad.