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Desde hace un tiempo, incluso desde antes que Gustavo Petro hubiera sido elegido como el próximo presidente de los colombianos, se viene hablando de la conveniencia o no de una reforma constitucional, de si es el momento adecuado para hacerla y sobre todo del miedo que para cierto sector genera la idea de una intervención a la Constitución de 1991.
La primera pregunta que se debe resolver de una vez por todas es: ¿Cuándo se debe reformar una constitución? La respuesta puede parecer simple, pero tiene a mi juicio una profundidad que permite explicar con suficiencia la necesidad actual. Sin duda, el momento oportuno para dar paso a reformas de carácter constitucional es cuando los valores sobre los que se edificó (en nuestro caso la de 1991) desaparecen o incluso mutan, algo que a mi juicio se da en la actualidad.
Nuestra actual Constitución fue fundada sobre los rezagos del bipartidismo y para nadie es un secreto que Colombia pasó de ser un país bipartidista para vivir un panorama político dentro del pluralismo. Hoy los movimientos políticos son más fuertes que los partidos (el último presidente elegido por uno de ellos fue Andrés Pastrana). Desde esa última elección partidista se empezó a desdibujar la terca idea de sostener, por ejemplo, la forma en que se eligen los directores de entes de control como la Fiscalía, Procuraduría y la Contraloría, la necesidad de las corporaciones autónomas regionales (CAR), todas figuras que fueron pensadas para una realidad sociológica que hoy no existe y que piden con urgencia un replanteamiento.
El momento que vive el país -que se manifestó en las urnas- les guste o disguste, legitima la pertinencia de buscar transformaciones ajustadas a las necesidades, que equilibren las cargas y abran los beneficios a todo un país. Esto no quiere decir que deba borrarse de un plumazo las virtudes que se deben mantener vigentes de la actual Constitución, de lo cual hablaré en otra columna.
Soy un convencido que además de la descentralización y otras reformas más obvias, la intervención al agro es una de las prioritarias, no porque se deba castigar a unos y premiar a otros, sino porque es necesario lograr objetivos de política pública tan sencillos pero inalcanzables hasta el momento como la seguridad alimentaria, la garantía del abastecimiento, la necesidad de “desnarcotizar” la agenda, así como buscar la eficiencia en el uso de los suelos del país que beneficie a los ciudadanos, la productividad y el crecimiento económico.
Pero: ¿para quién vamos a reformar? No podemos perder de vista que a diferencia de los años setenta, hoy el gran porcentaje la población se concentra en las ciudades o cabeceras municipales, lo que se convierte en un reto enorme para la nueva ministra Cecilia López lograr una reforma que redefina al campo y que con esto se extienda el beneficio a la agenda nacional.
Por último, debemos de quitarnos el miedo de la cabeza sobre dar la discusión a una reforma constitucional. Desde esta columna apoyaré las transformaciones correctas y el ajuste de la Constitución que repito, es necesario. Lo importante, además del cuándo, será el cómo hacerlas. El presidente electo no puede cometer los mismos errores que sus antecesores, al tratar de reformar por vía legal la constitución pues terminará con fallos de la Corte Constitucional que manden al traste la intención. Así como digo que debemos perder el miedo a la discusión el presiente electo y su equipo de gobierno debe quitarse la prevención a usar los mecanismos establecidos en la constitución para su reforma. De esta manera no solo es buen momento, sino que si se hace bien, se garantizará la participación ciudadana, de otras visiones de país y con esto, se conciliará la sustitución de muchas figuras que merecen ser desplazadas por otras que representen la actualidad del país.