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La humanidad ha vivido en guerra por el territorio al menos desde el neolítico, cuando comenzaron a ordenarse las sociedades según las tareas: la casta guerrera ejercía el poder, o capacidad para ordenar la vida de los demás; la sacerdotal tenía a cargo la construcción y acumulación de conocimiento, con el apoyo de designios de orden superior revelados a ella en forma preferencial; la trabajadora tenía a su cargo el cultivo, la artesanía y otros elementos relevantes para el sostenimiento material de la comunidad entera. La primera ejercía el monopolio de la fuerza y la segunda el de las letras. Este ordenamiento social no era rígido ni universal, pero fue cimiento de imperios en Sumeria, Asiria, Babilonia, Egipto, China, India y el Mediterráneo.
La revolución agrícola hace 10.000 años facilitó la formación de urbes. Desde entonces la población crece, con fluctuaciones por cambios en el clima, la proliferación de pestes y la destrucción causada por guerras. Las vidas sedentarias prevalecían, ocurrían flujos de poblaciones enteras a lo largo de enormes territorios en busca de recursos, con perturbación seria para las poblaciones arraigadas en ellos. En la época de Cristo la población urbana, si bien era clara minoría, tenía peso importante en el imperio romano, China e India.
La crisis del Imperio de Occidente en el siglo quinto, y la contracción de la población urbana, probablemente debido al enfriamiento rápido en Europa Occidental por causa aun no explicada, redujo el ámbito del conocimiento. El nivel de vida en China excedió el de Europa desde entonces hasta la revolución comercial del siglo 12 en el Mediterráneo, que impulsó la economía, pese a las pestes y a la crisis financiera de principios del siglo 14. La apertura de los mares del mundo al comercio con la navegación portuguesa, española, holandesa, francesa e inglesa en el siglo 16 cimentó la conquista del mundo por Occidente, que impuso reglas por la fuerza en todo el globo 16 hasta mediados del siglo 20.
El esquema colonial impuso instituciones discriminatorias con apoyo en la coerción, incluida la venta de esclavos de África para la producción agrícola en América. La revolución industrial, iniciada en el siglo 18 en Inglaterra, de donde se trasladó a Europa y a Norteamérica, cambió las productividades relativas y socavó la competitividad de las fuentes originarias de materias primas: es notable el caso del algodón.
Las guerras mundiales fueron devastadoras para el mundo. Más allá de la crisis de los imperios, la tragedia impulsó la conciencia de los derechos individuales, excluidos por las dictaduras, y sentó bases para el esquema político transitorio hoy vigente. Todavía hay linderos innecesarios, conflictos entre etnias alimentados en algún grado por los esquemas coloniales, y deficiente diseño de procesos públicos. Aunque las guerras son menos frecuentes, pueden conducir a la destrucción total de las civilizaciones e incluso la especie.
La epopeya ambiental aflora por la multiplicación poblacional y el uso necesario de energía para mejorar la circunstancia de quienes carecen sin deteriorar las condiciones de quienes viven bien. Se necesita mitigar riesgos planetarios por guerra nuclear, abuso en el procesamiento de información y erosión ética en servicios de salud. Todo apunta a la necesidad de revisar el ordenamiento del globo y aprender a convivir con fundamento en razón, solidaridad y respeto.