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Ocurrió hace 12 años. Juan Manuel Santos era el presidente. El insólito episodio cubrió los últimos días de Germán Vargas Lleras y los primeros de Federico Renjifo en el Ministerio del Interior.
Había, como ocurre de tiempo en tiempo desde 1991, clamor por reformar la justicia. El gobierno diseñó e impulsó en el Congreso un proyecto de reforma constitucional para atender la evidente necesidad.
El proyecto siguió todo el proceso en las comisiones y las plenarias de las dos cámaras. Al final hubo la proverbial conciliación de proyectos entre Senado y Cámara de Representantes. El texto conciliado llegó al escritorio de Samuel Gaviria, entonces presidente del Senado, quien procedió a firmar. Así las cosas, el texto quedó convertido en parte de la Constitución, por haber sido aprobado según el procedimiento previsto en la Constitución misma.
Sin embargo, cuando el alto gobierno revisó el texto final llegó a la conclusión de que el producto era inconveniente por diversos motivos. Lo aprobado no correspondía a la iniciativa gubernamental ni a los propósitos nacionales. Quizás la tarea de conciliar produjo el deterioro. Lo cierto es que esa reforma estaba mal. La solución a la que se llegó en el Palacio de Nariño fue no mandar la reforma constitucional a la Imprenta Nacional para su publicación en la Gaceta, y más bien objetarla. Simón Gaviria se limitó a confesar que no la había leído antes de firmarla.
El presidente tiene la facultad de no sancionar con su firma, y más bien objetar las leyes aprobadas, con argumentos de inconstitucionalidad o inconveniencia, pero no puede objetar una reforma constitucional aprobada en forma debida. El Congreso aceptó la objeción, decisión inconstitucional según el Consejo de Estado (2014), y archivó la reforma de manera discutible, lo que sí aceptó el Consejo de Estado de manera sorpresiva. De otra parte, la divulgación de los Actos Legislativos, mediante los cuales se reforma la Carta, es deber legal y moral, y no es discrecional. La Corte Constitucional no se pronunció sobre la constitucionalidad en este episodio.
La tarea de la justicia es establecer si las conductas cumplen las reglas, y está claro que no lo hace con eficacia. El primer paso para lograr el objetivo es arreglar las reglas para formar el legislador, a quien corresponde establecer todas las demás normas, excepto las que establezca una Asamblea Constituyente, con proceso claro en la Carta, o un referendo; buenas reglas y buena gestión en la administración pública y privada hacen más fácil la labor de juzgar. De otra parte, son graves el atraso tecnológico y la deficiencia en educación continua para mejorar la calidad de la tarea. Procede además enunciar un riesgo: el término para el servicio en las altas cortes definido en la Carta puede motivar sesgos en las sentencias para cultivar mercado en fase profesional ulterior.
No todo es asunto de normas: la tarea judicial debe ser vitalicia como vocación y sujetarse a prácticas muy rigurosas en materia de sigilo profesional y conducta personal virtuosa. Todas las personas vinculadas a ella deben ser faro que ilumine a toda la sociedad. De allí la importancia de que sea independiente del legislador y de la política. Colombia necesita aplicar métodos comprobados para rediseñar sus procesos; no puede ser juguete de legislador y administración irresponsables, como en 2012.