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Plantas y animales viven en equilibrio inestable. Su compleja relación es producto simultáneo de competencia y cooperación para procurar alimento y protección. El origen de la cadena alimentaria en ambos reinos es la luz solar, transformada por la fotosíntesis que ejecutan las plantas con el apoyo de la clorofila.
Los humanos hemos perturbado a las demás especies vivas de manera desmesurada desde la revolución industrial de finales del siglo 18: hemos multiplicado nuestra población por 10, extendido la expectativa de vida mucho más allá del final probable de la fase productiva, aumentado el consumo de calorías por persona por día en más de 50% y ensuciado aire, mar y tierra.
Las respuestas no anticipadas del ambiente han sido diversas. Hace medio siglo se puso en evidencia el riesgo de usar sustancias que perforan la capa de ozono que protege la vida del exceso de radiación. En los océanos Pacífico y Atlántico hay islas formadas por residuos plásticos de consumos humanos. La acumulación de dióxido de carbono y metano en la atmósfera puede atrapar calor, con potenciales consecuencias devastadoras para los habitantes de las zonas costeras. La disolución de dióxido de carbono en los mares puede acidificarlos, con cambios drásticos en el balance de especies vivas marinas. El abuso en la pesca y la caza ha puesto en peligro muchas especies animales. El área dedicada a la agricultura está cerca de su límite, y en muchos sitios perturba el precario equilibrio entre las formas de vida.
Las instituciones políticas del mundo no son adecuadas para enfrentar el problema; no se diseñaron para esta tarea. Se presume la autonomía de casi 200 países, con capacidad para ejercer coerción dentro del ámbito definido por sus linderos, con geografía política apropiada para la descentralización de la gestión pública. La realidad es bien distinta, pues el impacto de las conductas perjudiciales desborda los linderos, y en muchos casos tiene incidencia en todo el planeta.
Lo anterior apunta a la conveniencia de buscar acuerdos que desborden fronteras, para mitigar riesgos y hacer más efectiva la inversión en regulación y mecanismos de control. Se requiere mucha flexibilidad: el ordenamiento de la geografía física no coincide con la geografía política, más relacionada con la historia y la cultura de las sociedades. Hay, además, zonas pequeñas con peculiaridades marcadas, y zonas extensas bastante homogéneas.
Las instituciones a cargo de vigilar el cumplimiento de las normas deben ser adecuadas para la envergadura de la tarea: deben conciliar pretensiones con fundamento político, de una parte, y exigencias derivadas de la percepción ordenada de la realidad, de la otra. Por ello es importante asegurar calidad técnica del equipo humano, verticalidad y respeto por el método científico, que exige disposición a revisar premisas y estudiar con rigor e imaginación.
El diseño urbano es decisivo: ordenamientos que reduzcan transporte cotidiano, consumo de combustibles para calefacción y enfriamiento, y uso de electricidad y derivados del petróleo, facilitarán reducir deterioros. La población urbana es hoy más de la mitad del total, y las comunicaciones estimulan la migración para acceder a servicios de salud y educación en las ciudades.
Educación y coerción tendrán papel central en la odisea ambiental. El desenlace dependerá de todos los humanos.