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El cargo supremo de la administración en el régimen presidencial exige sabiduría infinita, verticalidad, criterio técnico, inteligencia emocional, don de gentes, amplitud de sentido estético y respeto por la dignidad. Concentra autoridad y responsabilidad. En la práctica es imposible para un candidato cumplir plenamente todos los requisitos.
Latinoamérica copió el esquema presidencial de EE.UU., cuya Constitución se concertó en el Congreso de Filadelfia en 1787. Allí los delegados de los 13 estados originales le ofrecieron el trono a George Washington, que él declinó. Aceptó más bien ser presidente. Se estableció la separación de poderes entre legislador, que hace las leyes; justicia, que evalúa la sujeción de las conductas a las leyes; y administración, que cumple y hace cumplir las leyes. Fue la primera experiencia con la teoría del Barón de Montesquieu, cuyo magnum opus, El Espíritu de las Leyes, se publicó en 1748.
La independencia de los países de Hispanoamérica fue producto de la invasión napoleónica a la península ibérica en 1808. Las circunstancias eran en general más precarias que las de las antiguas colonias inglesas de Norteamérica. A la causa independentista contribuyó la literatura liberal de la Ilustración europea del siglo 18, pero el cimiento de la economía y, por ende, de la relación con España, era la minería y la religión católica prevalecía como elemento ordenador de las costumbres y fundamento de las instituciones.
El régimen presidencial ha prevalecido en EE.UU. e Iberoamérica. En contraste, la mayoría abrumadora de países desarrollados, que comprende a casi toda Europa Occidental, Japón, Corea del Sur, Australia, Israel y Singapur tienen regímenes parlamentarios. Francia y Taiwán tienen sistemas mixtos.
En la democracia de EE.UU., pese a que la iniciativa legislativa en principio corresponde al legislador, se ha instituido el denominado pork barreling, metáfora que describe la asignación de recursos fiscales a proyectos regionales impulsados por miembros del legislador, en contraprestación por el apoyo mediante el voto favorable a propuestas de iniciativa de la administración, con los cuales el respectivo miembro consolida su posición en su comunidad de votantes, y no asume responsabilidad alguna por una gestión acertada en el agregado, cuya importancia para la sociedad es mucho mayor que la atención a percepciones subjetivas asociadas a proyectos que resultan improcedentes en muchas ocasiones.
El régimen presidencial democrático es cortoplacista: la cabeza se interesa en tareas que correspondan a su mandato, y no está atada a políticas de largo plazo ni a propuestas derivadas de plataforma de partido. Además, la concentración de poder aumenta la probabilidad de error en las decisiones. En contraste, en sistemas cuyos procesos son más consistentes con propósitos concertados y donde hay partidos políticos cuya plataforma cobija el corto y el largo plazo, hay mayor probabilidad de acierto.
Por supuesto no hay solución perfecta: los regímenes parlamentarios de Europa Occidental eran muy inestables en un principio, y requirieron muchos ajustes. Además, el diseño de instituciones no puede ser estático en un mundo cambiante. Sin embargo, las circunstancias de Colombia exigen reflexión sobre sus procesos básicos. El mejor candidato no será un Mesías sino el que impulse la revisión racional del ordenamiento del país.