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Controlar es asegurar que transacciones atiendan objetivos y restricciones establecidos. La Contraloría General de la República se creó a raíz de las recomendaciones de la Misión Kemmerer, en el gobierno de Pedro Nel Ospina. La Asamblea Constituyente de 1991 mantuvo su carácter de ente autónomo en un Estado con laudable propósito pero mucho desorden. En teoría vigila la gestión de los dineros públicos, evalúa su uso, y examina los estados financieros de las entidades vigiladas. Además impone sanciones por los desaciertos de los funcionarios, así sean de buena fe y por error fundado en razonamiento bien fundado. No agrega valor en la práctica, y su arbitrio causa aversión al servicio.
Las realidades de 1923 hoy no se cumplen: el ingreso per cápita real y la participación del Estado en la economía son mucho mayores, y la sociedad ha cambiado en muchos sentidos: la población era del orden de seis millones, de los cuales más de 70% eran habitantes del campo, y la proporción analfabeta era del orden de 60%. Hoy la población suma 50 millones, de los cuales casi 80% son urbanos, y la educación básica tiene cobertura universal. El control en el siglo 21 debe ser responsabilidad de la administración y aprovechar las herramientas disponibles para registrar transacciones y ordenar la información, automáticas y flexibles; el control debe estar vinculado al registro, y la generación de información debe ser sistemática y normalizada, de manera que se pueda evaluar el cumplimiento de objetivos a cada nivel y en cada entidad pública. Por supuesto debe haber verificación externa e independiente. En Colombia existe la Auditoría General de la República, cuya misión es vigilar a la Contraloría.
Esa noción tampoco es adecuada, pues con la misma lógica cabría establecer una entidad para vigilar a la Auditoría, y así sucesivamente ad infinitum. La Auditoría debería más bien hacer revisión selectiva de transacciones y presentar al legislador y a la administración concepto independiente sobre la información financiera del Estado y sus controles.
Es evidente la ineficacia de lo existente: la corrupción es rampante, y la distribución del ingreso es casi idéntica antes y después de impuestos, lo cual comprueba que lo público no cumple sus objetivos. La Constitución creó la Fiscalía pero preservó la Procuraduría, a la cual le trasladaron la tarea de ejecutar los procesos disciplinarios, y ahora se pretende agregarle funciones judiciales, en vez de enderezar legislador y justicia de una vez. También creó la Contaduría General, de papel discutible: en toda institución del siglo 21 la administración debe asumir las tareas de registrar transacciones. En lo relacionado con la conducta de funcionarios, si se imputa dolo o culpa en el sentido penal, deberá haber pronunciamiento judicial. Si el desempeño es inadecuado, deben ser los jefes quienes califiquen el resultado y tomen las medidas pertinentes.
Si hay proceso disciplinario, debe llevarse a cabo con respeto por el debido proceso y la doble instancia. Debe haber evaluación sistemática, y no debe haber estabilidad garantizada. Además debe haber capacitación permanente. La gestión pública merece lo mejor, y el ente responsable de controlar el buen uso de los recursos públicos no puede ser vehículo para atender aspiraciones de notoriedad, sin articulación eficaz con el resto del Estado y sin responsabilidad alguna.