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Justicia, según Papiniano, es el propósito de que a cada quien se le reconozca lo que le corresponde. Esta simple enunciación encierra serios interrogantes: con qué criterio se establece lo apropiado para cada persona, quién hace la evaluación y qué procedimiento se sigue para ella. No hay solución perfecta para los interrogantes, pues ellos conllevan la ambigüedad propia del lenguaje humano, pero hay unas mejores que otras. Como punto de partida debe tomarse el respeto por el debido proceso, bajo el principio de que el fin noble no justifica los medios irregulares para conseguirlo. La redacción de normas debe apoyarse en el examen de consistencia entre procesos y propósitos, tarea para la cual es de gran utilidad el uso de diagramas de flujo. El modelo de conducta que subyace a las normas no debe ser estático, pues la ciencia y la tecnología cambian los ámbitos de lo posible, y la reflexión rigurosa modifica los criterios para establecer qué se desea.
El conjunto de elementos para buscar la justicia no puede orientarse a la maximización del ingreso como propósito central pero sí debe tener en cuenta la incidencia de las distintas posibilidades de interpretación en la sostenibilidad económica, social y ambiental del sistema. De lo contrario, se puede caer en pronunciamientos perjudiciales para el interés general, para las partes involucradas en litigios de derecho privado, o para ambos. Las buenas intenciones no bastan, y son muchas las posibilidades de error por no cuantificar el impacto de las sentencias. Tampoco deben desbordar las leyes, ni sustituirlas, ni tergiversarlas, porque estas prácticas hacen menos predecible el marco institucional. Por supuesto, el mejor antídoto contra estos riesgos es construir un excelente sistema normativo, consistente con las posibilidades objetivas de materializarlo en cada momento, y lineamientos jurisprudenciales respaldados por buenos mecanismos de comunicación, que eviten el exceso de creatividad de los jueces.
En el caso de Colombia, son motivo de especial preocupación la falta de independencia de las altas cortes y la consiguiente desmesura, la excesiva duración de los procesos, la debilidad de los apoyos tecnológicos, lo inadecuado ad de los controles de calidad y productividad en la administración de justicia, la baja calidad de la profesión legal en general y del personal de la rama judicial en particular, y sobre todo la erosión de la ética en el ámbito de lo público. Todo esto es reflejo del inadecuado marco institucional del país, que amerita examen riguroso.
No son suficiente argumento las buenas intenciones ni la idoneidad del equipo de gobierno: hay que enfrentar los problemas de debilidad en el ejercicio del monopolio del poder coercitivo por el Estado, ineficacia del marco normativo e ineficacia en la administración de justicia para tener una sociedad más ordenada y, al tiempo, más próspera. La tarea reformadora es de dimensiones épicas, pero esquivarla con argumentos pueriles, como la conveniencia de evitar problemas, nos arrastra a situaciones de creciente complejidad, por falta de consenso sobre cómo convivir. Ni la tolerancia ilimitada al arbitrio individual ni la coerción innecesaria, que inhibe la creatividad, abren espacios para la dinámica social apropiada, que de verdad permita facilitar el desarrollo de la personalidad. Sin orden y sin crítica no hay libertad.