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Tras la revolución neolítica hace más de 10.000 años, en la cual se conjugaron el surgimiento de la agricultura y la aparición de asentamientos urbanos, la mayor transformación fue la revolución industrial.
Su consecuencia fue la multiplicación de la población, de 800 millones en la época de la independencia de EE.UU., a 1.600 millones en la antesala de la primera guerra europea, 3200 millones a mediados de los años setenta del siglo pasado, cuando comenzó el estancamiento del nivel de bienestar de las clases medias de los países desarrollados por la internacionalización de la economía y el crecimiento insuficiente, y más del doble en la actualidad.
Por supuesto ha habido otros saltos importantes: casi 70% de la población hoy es urbana, cuando hace un siglo la población rural era del orden de tres cuartas partes, y más de 80% de los habitantes del planeta sabe leer y escribir, cuando hace doscientos años solo poco más de 10% lo hacía.
Sin embargo, hay dos transformaciones necesarias aún en curso, cuyo impacto podría ser decisivo para el devenir de la humanidad. Por un lado, la mujer debe tener los mismos derechos que el hombre, y por otro, los grupos humanos con divergencias deben aprender a convivir.
La mitad de la especie tiene papel subordinado, desde el paleolítico inferior: a la mujer le correspondió la responsabilidad por la gestión doméstica, mientras al varón se le asignó la gestión para lograr los ingresos necesarios.
Este esquema ha cambiado en Occidente en los últimos 100 años, y el mundo entero debe acomodarse a la equidad de género porque las circunstancias objetivas no solo lo permiten: lo exigen.
Evitar nuestro colapso prematuro por la desmesura en el crecimiento poblacional corresponde a toda la humanidad, y no tendría sentido no incorporar a la solución a la mitad del talento disponible.
De otra parte, Occidente y sus afines solo suman un sexto de la población total, pero su nivel de ingreso y bienestar es muy superior al del resto del mundo.
Ese hecho será motor de migración mientras no se reduzcan las diferencias en forma radical. Las poblaciones inmigrantes tienen raíces diferentes, con elementos de intolerancia hacia la divergencia en muchos casos, lo cual entra en conflicto frontal con la ideología de respeto por los derechos humanos que se impuso en Occidente a raíz de la tragedia de las guerras mundiales.
Aprender a tolerar la discrepancia es parte del proceso de globalización. Por supuesto, hay receta evidente para transición fluida: que los países ricos impulsen el desarrollo social y económico del resto del mundo. Se sabe que esta tarea no se puede cumplir con actitud asistencial ni con expectativa mercantilista.
Exige compartir conocimiento y destrezas prácticas. También se sabe que no se le puede encomendar toda al capital, aunque por supuesto él tiene un papel importante en ella.
Lo cierto es que la dimensión del reto es enorme: ni las instituciones públicas de los países ni las que tienen pretensión global están diseñadas para mitigar los riesgos ambientales y sociales que se enfrentan hoy: la orientación que hoy se evidencia en lo privado hacia gestión del riesgo e impulso a la innovación no se ha trasladado al ámbito público, donde todavía impera el caudillismo; esa cojera debe superarse para evitar catástrofes de dimensión incalculable.