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Muchos analistas coinciden en que 2023 será un período turbulento. Las tensiones globales protagonizadas por Rusia, Ucrania, China, los Estados Unidos y las dos Coreas seguirán acaparando los titulares de la prensa global; la aparición de nuevas variantes del coronavirus nos mantendrá en alerta y la espada de Damocles de la recesión económica continuará pendiendo sobre nuestras cabezas.
Esta conjunción de males dificultará la salida del pesimismo que nos ronda hace tres años y que ha abonado el terreno para el arraigo de los movimientos populistas que ya han germinado en todas las esquinas del planeta.
Para los habitantes de esta parcela, que comenzamos a percibir el impacto que tendrá esa combinación catastrófica de inflación, decrecimiento económico, devaluación y reforma tributaria, el ciclo que comienza seguirá marcado por los mismos interrogantes con los que cerramos 2022, sumados a los temores que nos causan las reformas que vienen en materia de salud, pensiones y régimen laboral. Mientras tanto nuestro mandatario, absorto en su egolatría y en la redacción de esa peculiar rapsodia de trinos ─muchos de ellos mendaces─ con la que sustituyó el oficio de gobernar, desatiende consejos y hace oídos sordos a los reiterados desaciertos, resbalones y tropezones de su errático séquito, muchas veces resultantes de la ausencia de comunicación y de directrices presidenciales.
Las promesas de cambio que cautivaron a 50,44% de los votantes del domingo 19 de junio del año pasado parecen estar inspiradas en la frase que Tancredi Falconeri le lanza a su aristocrático tío Fabrizio en El gatopardo, la recordada novela de Giuseppe Tomasi di Lampedusa: “si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”.
Este año del cambio para que nada cambie es también, según la tradición china, el del conejo. Si nos atenemos a la connotación de falsía que los colombianos le damos a ese simpático animalito, también debemos estar preparados para soportar el desencanto y la frustración de todos los decepcionados, que ejercerán su derecho a la protesta apelando a la destrucción, a la violencia y al irrespeto de los derechos de los demás.
Así pues, el panorama no parece ser el más propicio para vivir sabroso. Los doce meses que siguen, ya sean de alboroto, de desasosiego o de simple incertidumbre exigen revitalizar la virtud de la serenidad, que por cuenta de la polarización hemos dejado de lado. Por esto escogí estos tres propósitos de año nuevo: el primero, practicar la aceptación incondicional.
Al admitir que hay cosas cuyo control se nos escapa, nos liberamos del estrés y la ansiedad que a menudo surgen del desasosiego. El segundo, definir prioridades claras, pues una visión nítida de lo que queremos lograr nos ayuda a mantener la calma. Y el tercero, cultivar la gratitud, que beneficia para la salud mental y emocional, mejora el estado de ánimo, fortalece las relaciones y aumenta la resiliencia. Buscar cada día algo para agradecer, por pequeño que sea, es una buena manera de comenzar.
Ahora, más que nunca necesitamos de actitudes diferentes para asumir y resolver los problemas que se avecinan, sin la contaminación de la visceralidad que con frecuencia nos agobia. Por esto, debemos hacer nuestro mejor esfuerzo para que el 2023 sea el año de la calma, del aplomo y de la moderación.