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La igualdad, como sinónimo de justicia natural, es un anhelo que siempre ocupa lugares preponderantes en la agenda de la humanidad y su ausencia ha sido el detonante de muchos de los acontecimientos -algunos sangrientos, otros pacíficos- más significativos de la historia. Desde la primera guerra servil en la Sicilia del siglo segundo antes de nuestra era hasta hoy, la equidad es una ambición legítima que, aunque esquiva, se ha perpetuado en todas las civilizaciones, épocas, regiones y contextos.
Para hacer realidad esta aspiración, los países miembros de la Organización de las Naciones Unidas se comprometieron con 17 objetivos de desarrollo sostenible que buscan unificar esfuerzos para que, en 2030, la desigualdad desaparezca de la faz de la tierra llevándose consigo la pobreza y el impacto negativo del cambio climático. Mas allá de lo utópico que pueda parecer este proyecto global, lo cierto es que todos los habitantes del planeta, sin distingos de ninguna naturaleza, tenemos la apremiante obligación de contribuir para que la materialización de estas iniciativas se convierta en el mayor y más importante legado que dejemos a las generaciones por venir.
El quinto objetivo de desarrollo sostenible planteado por la ONU busca alcanzar la igualdad entre los géneros y el empoderamiento a las mujeres. Esta meta ha sido materia de profusa normatividad en nuestro país y a pesar de los avances conseguidos, Colombia ocupa el puesto 101 (entre 162) en la clasificación de los países según su índice de desigualdad de género, muy lejos de Suiza, Dinamarca y Suecia que están en la cima de la lista, según lo muestra el Human Development Report 2020, recientemente publicado por el Pnud.
Nuestro exiguo desempeño quizás sea la consecuencia de abordar el objetivo de manera desenfocada, como si se tratara de un asunto superficial de corrección política y no de un problema de fondo que exige un cambio en la mentalidad colectiva. Por abundante que sea la legislación, no conseguiremos la necesaria equidad entre hombres y mujeres si la percibimos como un problema que se resuelve con cuotas de participación, porcentajes, o alteraciones insustanciales en la forma como utilizamos nuestro idioma.
A propósito del uso del idioma y basándose en las recomendaciones de la Real Academia Española en materia de lenguaje inclusivo, la Corte, en un reciente fallo de tutela explicó que el uso de los sustantivos masculinos genéricos incluye tanto a hombres como a mujeres en condiciones de total igualdad y que no implica ningún tipo de discriminación originada en el sexo de las personas. Las reacciones en las redes sociales no se hicieron esperar. Aparecieron las recriminaciones, las diatribas, las acusaciones de machismo y no faltaron algunos insultos a los magistrados.
Dejemos de buscar la calentura en las sábanas: así como el uso de eufemismos y de palabras ambiguas no resuelve los problemas, tampoco alcanzaremos esa imprescindible igualdad de oportunidades inventando nuevas reglas lingüísticas. Estaremos dando pasos más certeros hacia la equidad de género si en lugar de duplicar artículos y sustantivos en nuestra comunicación cotidiana, multiplicamos los comportamientos incluyentes que cimienten una cultura de aceptación, respeto por las diferencias y valoración de la mujer en todas sus dimensiones, eliminando los sesgos y las barreras artificiales que nosotros mismos hemos construido.