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La diatriba que el presidente Petro pronunció al cierre de las marchas de respaldo a sus reformas de salud, laboral y pensional, tuvo como eje central la consabida retórica cargada de insultos, amenazas y descalificaciones, con una diferencia que no pasó desapercibida: amonestó con contundencia a sus propios escuderos.
Inspirado quizás en alguno de los centenarios votos monacales, el mandatario exigió la profesión solemne de la obediencia a todos los cofrades de su círculo, so pena de ser despedidos y condenados al ostracismo.
“Ministro o ministra que no haga caso, se va”, fue la admonición lapidaria con la que el jefe del Estado destapó su estilo de mando, bastante divergente de las enseñanzas de los expertos en liderazgo y destrezas humanas de los últimos setenta años. Para empezar, ─y sin entrar en detalles sobre el carácter despótico de la sentencia o la idoneidad de los funcionarios del gabinete,─ conviene tener presente que en cualquier entorno productivo son los colaboradores quienes consiguen los resultados y que el papel del líder consiste en alinear, integrar y motivar las acciones del conglomerado hacia el logro de los objetivos comunes. Las amenazas, por veladas que sean, siempre desembocan en las corrientes turbulentas del desempeño defensivo, que se traduce en hacer lo mínimo posible con el fin de evitar sanciones y represalias, lo cual afecta tanto el rendimiento como la sostenibilidad de las organizaciones.
Cada miembro de un equipo debe tener el conocimiento, las competencias y las aptitudes que le permitan llegar a las metas esperadas, aprovechando su experiencia y su perspectiva individual dentro del marco de la estrategia. En un campo de juego así definido, el líder debe permitir y fomentar los espacios para la expresión de opiniones diversas, el debate y la fricción intelectual, pues solo a través de este tipo de interacciones se logra el entendimiento y el compromiso colectivo. Rodearse de empleados sumisos, incapaces de cuestionar decisiones o de desafiar el statu-quo equivale a sacrificar la creatividad y la innovación. Y a propósito de la relevancia del criterio de las personas para la consecución de resultados, cabe recordar la frase (redundante, en español) que alguna vez pronunció Steve Jobs: “No tiene sentido contratar gente inteligente y luego decirles qué hacer; contratamos gente inteligente para que sean ellos quienes nos digan qué hacer”.
Desde la perspectiva de los integrantes del equipo, salvo que este esté conformado por memos, mentecatos o borregos, la demanda de obediencia irrestricta al jefe es una acción que solo contabiliza aspectos negativos. Va en contravía de la necesidad humana de aprender, desarrollarse, crecer y marcar la diferencia; desincentiva el pensamiento crítico; afecta la dignidad de las personas; embarnece la mediocridad; promueve la obsolescencia del talento y, como consecuencia de todo lo anterior, acaba anquilosando a los funcionarios en la falsa comodidad de la burocracia.
Un jefe que gestiona el talento de semejante manera demuestra un arrogante desprecio por los aportes potenciales de quienes están a su lado. Basta recordar que las personas que se niegan a oír a los demás están condenadas a la soledad o a rodearse de gente que no tiene nada que decir y, en todo caso, a tomar decisiones contaminadas por sus propios prejuicios.