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Durante esta prolongada cuarentena no todo ha sido aislamiento, soledad o privaciones. Siguiendo las recomendaciones de algunos expertos, he tenido tiempo para leer, recordar anécdotas, revivir momentos gratos y divertirme navegando por los vericuetos de la memoria.
En una de esas cavilaciones regresó a mi mente un episodio que, aunque no viví personalmente pues tuve conocimiento de su ocurrencia muchos años después en una de las deliciosas tertulias que cada semana me congregan con un grupo de amigos con quienes comparto la afición por la música, me llamó mucho la atención por lo inusual e inesperado de los hechos que acontecieron a finales del siglo pasado en el Royal Concertgebouw de Ámsterdam, una de las salas de conciertos más famosas y exclusivas de Europa.
Se trataba de uno de los eventos programados semanalmente para la hora del almuerzo, y en esa ocasión contaba con la participación de la intérprete clásica portuguesa María João Pires, que había preparado el concierto para piano número 21 de Wolfgang Amadeus Mozart. El reloj marcaba el mediodía y todo estaba listo. Los músicos de la Concertgebouworkest estaban frente a sus atriles, Pires frente al espléndido piano de la sala y el director, el maestro italiano Riccardo Chailly preparado para comenzar la función. Bastó que sonara el primer compás, para que la pianista identificara el inconfundible primer movimiento del concierto para piano número 20 y concluyera con angustia que había ensayado una obra diferente.
El espectáculo había comenzado, la orquesta estaba interpretando una partitura distinta de la que ella había preparado, el público estaba atento y ya no había marcha atrás. Pires, conocedora no solo de las partituras sino de la esencia, la fluidez y la sutileza presentes en la obra de Mozart, se tomó los escasos tres minutos que transcurren entre el inicio del concierto y la entrada del piano solista, para planear la ejecución de una pieza que el público nunca olvidaría. En efecto resultó una función inolvidable a pesar de la terrible equivocación, porque Maria João desde su infancia había aprendido la obra del compositor vienés no con la lógica matemática de las partituras ni con el oído, sino con el corazón. Y así tocó el concierto improvisado.
Traigo a colación esta historia porque encuentro en el comportamiento de la portuguesa varios elementos que vale la pena destacar por su aplicabilidad en los tiempos que vivimos, más de dos décadas después del concierto de Ámsterdam.
El miedo frente a una situación adversa y aparentemente irremediable se apoderó de la pianista al darse cuenta de que no estaba preparada para ejecutar el concierto que la orquesta ya había comenzado a interpretar. Ese miedo se convirtió en un ejercicio de resiliencia que la llevó a ajustarse a una realidad incómoda, pero inmodificable y luego se tradujo en una ejecución impecable, a pesar de la falta de preparación.
En este año del covid-19 hemos oído hablar insistentemente de la resiliencia como uno de los atributos más importantes para salir airosos de la crisis, pero la conducta de Pires en la historia que acabo de relatar va más allá de la definición misma de la palabra resiliencia y llega a sus componentes esenciales: la autarquía, la necesidad de conocer a la perfección el territorio en el que nos movemos y la conciencia sobre los recursos a nuestro alcance. Al dominar estos tres elementos podremos emular a Maria João Pires y lograr ejecuciones inolvidables aprovechando el conocimiento y la experiencia para improvisar con el corazón.