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Analistas 24/05/2022

Reminiscencias del Parque Nacional

Héctor Francisco Torres
Gerente General LHH

Un día antes de entregar su mandato a Alfonso López Pumarejo, el presidente Enrique Olaya Herrera inauguró el Parque Nacional para conmemorar los 396 años de la fundación de Bogotá. Era el 6 de agosto de 1934 y desde entonces este enorme solar cruzado por el río Arzobispo que entreteje la vegetación de los cerros orientales con los ladrillos rojos de las hermosas casas del barrio La Merced, ha sido parte integrante de la vida de los capitalinos. El monumento a Rafael Uribe Uribe, “apóstol, paladín y mártir”, el reloj suizo, el mapa de Colombia en relieve, el teatro y las canchas deportivas están en la memoria y en el corazón de quienes nacimos, crecimos y vivimos en esta urbe llena de contrastes.

Al inicio de mi carrera profesional trabajé en una empresa que tenía su sede en la carrera séptima, justo al frente del parque y por lo tanto lo recuerdo con particular afecto. Fueron más de diez años viéndolo y viviéndolo cotidianamente y por eso me duele y me avergüenza ver el estado en que quedó tras la salida de los indígenas que lo invadieron durante ocho meses a la espera de respuestas de una administración sorda. No deja de ser una inexplicable paradoja que, mientras las comunidades aborígenes propenden por la protección y el cuidado de la naturaleza, 1.450 integrantes de la etnia embera hayan convertido este pulmón verde de la ciudad en una panoplia de lodo, basuras, escombros y desechos humanos que retrata de manera descarnada nuestras limitaciones para vivir en una sociedad armoniosa y pacífica. ¿Se trata de una ordalía llena de rencor?, ¿de una venganza?, ¿de una forma de cobrarle a los bogotanos un pasivo “ancestral” cuyos deudores desaparecieron del planeta hace cinco siglos?, ¿de la manipulación de algunos paletos vulnerables por parte de cabecillas inescrupulosos con agendas políticas no muy ocultas?

Podríamos hallar soluciones en los principios de diversidad, inclusión y equidad que están abriéndose paso en la mentalidad colectiva. La diversidad es el reconocimiento de las características de los seres humanos − como el sexo o la raza− que nos hacen diferentes. La inclusión es la decisión de crear un entorno en el que todas las personas se sientan aceptadas, acogidas y valoradas. La equidad consiste en permitir que todas las voces se pronuncien; en ofrecer oportunidades a todos los integrantes de la comunidad de manera justa e imparcial.

Si aportamos a la consolidación de una cultura que reconozca la diversidad, crea en las bondades de la inclusión y procure la equidad con coherencia entre el discurso y la acción, estaremos construyendo una sociedad en la que nos ahorraríamos los destrozos del patrimonio público porque sería innecesario destruir para construir; las reivindicaciones sociales no se darían como resultado de las incursiones violentas sino a través del diálogo transparente y enmarcado en la ley; entenderíamos que todos los derechos tienen obligaciones correlativas y que la frontera infranqueable de cualquier prerrogativa individual está donde comienza el bien común. Como en Escandinavia.

La diversidad, la inclusión y la equidad nos pueden llevar por el sendero seguro del progreso, sin los avatares y riesgos del populismo, del extremismo o del cambio sin propósito. Apostémosle a esta utopía en la que prima el sentido de pertenencia por encima de las diferencias.

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