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Quienes contamos por decenas los almanaques vividos, recordamos con claridad la televisión en blanco y negro, las calles descongestionadas de las ciudades y algunos oficios que solo perduran en nuestra memoria. ¿Cómo olvidar a la pregonera del aeropuerto Eldorado anunciando la salida y llegada de los vuelos con su inconfundible voz nasal que fue reemplazada por el peculiar sonido de los tableros mecánicos y luego por el silencio de las pantallas digitales? ¿Cómo no evocar a los fotógrafos callejeros deambulando por la carrera séptima de Bogotá y ofreciendo sus servicios sin intuir que los retratos de papel que vendían serían sustituidos por selfies tomadas con las sofisticadas cámaras de los teléfonos celulares?
La desaparición de empleos, oficios y actividades humanas consideradas necesarias e incluso imprescindibles en otras épocas es la consecuencia natural del progreso, de la innovación y de la acelerada evolución de la tecnología. Por estas razones han desaparecido (o están desapareciendo) de la nómina de las empresas los empleos de las mecanógrafas, telefonistas, estenógrafas, ascensoristas y operadoras de télex -cargos estos que, por razones difíciles de entender en la actualidad, eran desempeñados casi exclusivamente por mujeres- para ser sustituidos por computadores, chatbots o dispositivos tecnológicos de diversa índole.
En su estudio titulado How Robots Changed The World que fue publicado antes de la pandemia, Oxford Economics calcula en veinte millones el número de puestos de trabajo del sector de manufactura que dejarían de existir como consecuencia de la robotización de la industria. La alarmante cifra, que equivale a 8,5% del total de empleos industriales en el mundo, sumada a la amenaza de la inteligencia artificial, el aprendizaje automático y la potencia informática como catalizadores de la incursión de los robots en el sector de servicios, motiva un justificado temor si se mira desde la perspectiva exclusiva de la destrucción de puestos de trabajo, y por lo tanto debe revisarse con una visión más amplia.
Este proceso, que la misma publicación denomina de “destrucción creativa” trae también consecuencias positivas: el aumento de la productividad impulsa la economía, genera riqueza y fomenta la creación de más empleos nuevos y deferentes tanto en sectores tradicionales como en otros que apenas empiezan a asomar y que por supuesto demandarán habilidades y competencias de talento que aún no percibimos como críticas para el futuro.
El panorama que nos presenta el estudio nos impone obligaciones tripartitas. En primer término, para los empleados en la consolidación de habilidades que les permitan coexistir con la tecnología en el entorno laboral, adquiriendo plena conciencia de la responsabilidad individual e indelegable con su propio futuro; en segundo lugar, para los empresarios en la creación de mecanismos eficaces de revitalización de la fuerza de trabajo y finalmente, para los Estados en el diseño e implementación de políticas correctivas, claras y proactivas que impidan el agravamiento de esa versión moderna de la espada de Damocles que son las tensiones sociales nacidas del desempleo y la asimetría en la distribución de los ingresos.
Hagamos el duelo por los oficios perdidos, trabajemos con prioridad en la identificación y el desarrollo de las competencias que pronto serán indispensables y preparémonos para recibir los nuevos empleos que surgirán como consecuencia de una revolución tecnológica que no podemos detener.