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En julio de 1806 se disputó una partida de ajedrez que pasaría a la historia, no tanto por la destreza desplegada en el tablero, sino por la singularidad de sus contrincantes. A un lado del tablero se encontraba Napoleón Bonaparte, mientras que al otro, un prodigio de la ingeniería de la época: el “Turco”. Con su apariencia de hombre ataviado con ropajes de influencia oriental y sentado tras un tablero de ajedrez, el “Turco Mecánico” representaba el primer autómata conocido, dotado de una habilidad asombrosa para jugar al ajedrez. Según reza la leyenda, Napoleón fue derrotado por el “Turco” en una partida de tan solo 24 movimientos.
La ingeniería detrás del “Turco” era fascinantemente avanzada para la época, en especial los mecanismos que permitían al autómata mover sus brazos. Sin embargo, surgieron dudas acerca de la misteriosa “inteligencia” que ostentaba. A partir de 1820, se empezó a sospechar que el “Turco” era controlado por una persona escondida en su interior, una conjetura que fue finalmente confirmada en 1857.
El “Turco” ocupa un lugar destacado en la historia de la tecnología. Este autómata planteó por primera vez la idea de una máquina capaz de imitar la inteligencia humana. Adicionalmente, y desde una perspectiva contemporánea, el “Turco” puede considerarse un ejemplo temprano de lo que hoy llamamos “techwashing”, término que alude a la táctica de aquellas firmas que se promocionan como más tecnológicas o innovadoras de lo que en realidad son.
Por ejemplo, un negocio podría practicar “techwashing” si publicita un producto como impulsado por avanzadas tecnologías, como la inteligencia artificial o el aprendizaje automático, cuando la realidad es que la tecnología que lo respalda es considerablemente menos sofisticada. De manera similar, una empresa puede ser acusada de “techwashing” si insiste en comunicar sus esfuerzos de digitalización o transformación digital, pero no ha realizado cambios significativos en sus operaciones o modelo de negocio que justifiquen dichas afirmaciones.
El “techwashing” puede generar problemas al inducir a error a clientes, inversores y otras partes interesadas que buscan evaluar el verdadero valor y potencial de una empresa. Además, puede contribuir a una sobrevaloración de ciertas tecnologías o tendencias, distorsionando el mercado y conduciendo a una mala asignación de recursos.
Desafortunadamente, la preferencia por las apariencias sobre la realidad ha convertido al “techwashing” en una práctica común en muchas empresas. En nuestro medio hay ejemplos notables como algunos chatbots promocionados como inteligentes, pero que a menudo tienen capacidades bastante reducidas para resolver las necesidades de los clientes, o aquellas empresas que se jactan de una gestión basada en datos, pero que aún dependen en gran medida de procesos analógicos o, en el mejor de los casos, de hojas de cálculo y formularios en la nube desconectados.
Es fundamental que las empresas sean capaces de identificar cuándo están navegando en las aguas del “techwashing” y eviten esta práctica que genera afectaciones a su credibilidad y sus resultados.