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Unos de los debates definitorios del rumbo global se centra en la visión del tipo de participación del Estado en la economía, problemática frente a la cual, esencialmente, se pueden identificar tres dimensiones centrales: monopolios estatales excluyentes, la coparticipación de lo público y de lo privado, o sistemas de absoluto predominio de la iniciativa particular.
En el último siglo se ha dado así la presencia de movimientos pendulares entre dichos escenarios, bajo el influjo de grandes olas de privatización o de estatización de los medios de producción.
Independientemente de donde nos ubiquemos en aquellos paradigmas económicos, es un hecho cierto que en la gran mayoría de países el Estado tiende a asumir un determinado papel empresarial, y por ser Estado, ello no debería exonerarlo, salvo que se tratara de la prestación de tareas sociales o humanitarias, a aplicar criterios indispensables en la industria, por citar tan solo uno, la valorización del activo gestionado.
De lo contrario, bajo una peligrosa “inmunidad de gestión”, las empresas públicas (tanto las de infraestructura como las que producen bienes), terminarían siendo simples apéndices burocráticos con administradores indiferentes a sus resultados.
Evidentemente, el Estado empresario también tiene obligaciones de desempeño productivo y financiero, mucho más, si se encuentran fijados precios por la prestación de sus actividades, a cargo de usuarios y consumidores.
Y es en ese campo, donde criterios, tales como rentabilidad y eficiencia de gestión, resultan claves a la hora de garantizar la continuidad y mejoramiento del servicio y su necesaria expansión.
Por ello, los administradores de ese tipo de empresas estatales, tienen la responsabilidad de generar mayor valor institucional y obtener balances positivos, lo que como contrapartida los debería librar de los vaivenes políticos o timonazos que conduzcan a la improvisación o al deterioro de lo público.
Solo así se le da coherencia al largo plazo empresarial estatal, se garantiza su crecimiento, y se le brinda confianza por igual a los consumidores, al mercado de capitales tratándose de sociedades inscritas en bolsa y por supuesto al resto de actores económicos.
Lo dicho cae como anillo al dedo para hablar del Grupo de Energía de Bogotá -“joya de la corona”-, conglomerado que bien puede reputarse como empresa pública, ya que a pesar de existir un porcentaje de inversionistas particulares, predomina la participación accionaria distrital de Bogotá.
Los resultados más recientes de su actual directiva, muestran que en el último trimestre reportado del 2019, dicha multilatina obtuvo ingresos por casi $1,3 billones, lo que significó un crecimiento de 21,6%.
Así mismo, la utilidad total obtenida en 2018 fue la mejor de la historia llegando a $1,7 billones, lo que permitió autorizar distribuir utilidades por $1,2 billones, cifra histórica que beneficio a los inversionistas, y por sobretodo al distrito que pudo destinar por esa fuente de financiación un mayor presupuesto a programas sociales.
Todo lo que antecede sirve de base para preguntarle a la nueva administración de Bogotá -la que por cierto ha dado trazas de muy buenas intenciones, si a pesar de cumplir con óptimos estándares de desempeño empresarial, es oportuno un eventual relevo directivo en el GEB, que en caso de darse, evidentemente, podría atentar contra la gestión que se viene adelantando y cuyo balance es claro.