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Hace un poco más de un año cuando empezaba el aislamiento, pensábamos que todos perderíamos un poco, y así fue, ha sido y lamentablemente así seguirá siendo. La pandemia nos ha arrebatado personas queridas que además se han ido sin posibilidad de que las despidamos. Se han roto familias, se han acabado empleos, han fracasado negocios que empezaban a florecer. Día a día revisamos con angustia las muertes y contagios del día, el porcentaje de ocupación de las UCI, el ritmo de la vacunación. Atravesando este tercer pico, no solo nos reportan estas cifras, sino una más aterradora aún, la de la capacidad de los hornos crematorios. Ni en la peor de las pesadillas era posible imaginar que estas estadísticas ocuparan nuestra mente.
La muerte nos ronda como nunca antes y los otros se volvieron nuestro mayor riesgo. Abrazar a los papás, hermanos y amigos, no solo está proscrito, sino que se convirtió en un acto de irresponsabilidad. Quienes nos rodean son una potencial fuente de contagio. Estamos aterrorizados, unos más, otros menos, pero en el fondo, todos tenemos miedo. Esa, sin duda, es nuestra mayor pérdida. Aprender a vivir con miedo es un gran reto.
El miedo se extiende a otros ámbitos. Si miramos las recomendaciones de la OMS y las de los gobiernos, lo que queda claro es que de este virus sabemos poco. Hay pacientes jóvenes y saludables que mueren sin que pueda ofrecérseles un tratamiento efectivo y otros en condiciones básicas de salud no tan favorables que apenas sienten los efectos de una fuerte gripa sin necesidad de mayor intervención. De otra parte, la efectividad de las vacunas y sus efectos secundarios sigue siendo un campo dudoso.
Sin duda, alguna los laboratorios han hecho inmensos esfuerzos para poder detener los devastadores efectos de esta pandemia produciendo vacunas cuyo uso de emergencia han aprobado las naciones como única esperanza de no desaparecer, pero aún hay temor por los efectos hoy desconocidos que puedan materializarse en el futuro, e incertidumbre sobre el verdadero porcentaje de protección que otorgan lo cual ha llevado a algunas personas a optar por no aplicarse la vacuna, decisión que si bien es individual, tiene efectos sobre el conglomerado social del cual hacemos parte y preocupa a todos como colectividad. Pareciera válido exigir a quienes demandan servicios de salud que hoy están al tope, que reduzcan su exposición al riesgo utilizando el único mecanismo que da esperanza a la humanidad.
En medio de este panorama, y habiendo todos puesto nuestra cuota de sacrificio, la convocatoria al gran paro nacional para hoy 28 de abril, parece sacada de otra historia de horror.
De acuerdo con el presidente de la CGT, además de la oposición a la reforma tributaria y el asesinato de líderes sociales, uno de los motivos de la marcha es que hay colombianos que deben decidir “si mueren de covid-19 o de hambre”. De otra parte, Fecode anuncia que apoya el paro y saldrá a marchar, suspendiendo las clases virtuales. Recordemos que los colegios públicos en Bogotá no han regresado a clases presenciales bajo el modelo de alternancia por considerar que no existen las condiciones de bioseguridad para ello. En opinión de Fecode, la prioridad es proteger la vida, apreciación que todos compartimos, pero lo inquietante es que esa misma máxima no opere para disuadirlos de promover y participar una aglomeración como la que se pretende.
Atravesamos un momento muy difícil. No sabemos si estaremos meses o quizás un año más en la misma situación, lo que es claro es que esta es la realidad que tenemos hoy.
Una marcha, sea cual sea su motivo, es un atentado contra la vida y solo nos condena a perpetuar estas medidas tan duras de aislamiento que acrecientan el miedo y la incertidumbre.