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Con la política energética global de los años 90 se pretendía el desarrollo de “mercados de servicios públicos de electricidad”. En Colombia, se promulgaron las leyes 142 y 143 de 1994, en línea con el pensamiento de la época, buscando promover la libre competencia, impedir prácticas que constituyan competencia desleal o abuso de posición dominante en el mercado, asegurando la protección de los derechos de los usuarios. Bien, por el desarrollo institucional inicial. No obstante, con el avance del tiempo, hemos fallado de manera incuestionable en casi todos los indicadores importantes: poder de mercado, cargo por capacidad como casi único mecanismo para la expansión, precios de electricidad expuestos a la ruleta de los fenómenos del Niño, altísimo margen de reserva en capacidad, pobre desarrollo de mercados de contratos a largo plazo, incipiente participación de la demanda, inapropiada operación del mercado spot, desatención de la demanda principalmente en costa atlántica y Bogotá. Es decir, se falló en la construcción de un entorno competitivo que asegurara suficiencia y calidad en el suministro a precios razonables.
En contraste, a finales de los 80 los economistas crearon mercados eléctricos en Reino Unido y la Unión Europa, reemplazando los monopolios estatales. Este experimento se extendió a Oceanía y Estados Unidos. En general, ello ha salido bastante bien, ajustando enormemente las ideas centrales iniciales durante los siguientes 30 años (mercados “supremamente imperfectos” con dificultades de lograr que los precios se acerquen a costos marginales). En esos países se cuenta con una base de economistas de la energía independientes que, complementados con economistas de otras industrias, desarrollaron nuevo conocimiento de economía y regulación energética - también contribuyeron ingenieros y científicos de las decisiones, que entienden los fundamentos. Latino América, exceptuando Colombia, preservó parte importante del esquema de antaño (despacho basado en costos), pero adoptó muchos elementos de los mercados de los países industrializados (e.g. privatización de activos). Los resultados, muy desiguales, y no sobresalientes.
Ahora bien, desde 2015, el mundo se ha movido hacia una transición eléctrica rapidísima y Latinoamérica, después de un comienzo lento, ha tomado ritmo. Colombia va a la saga y con problemas de aprendizaje en medio de faltantes eléctricos. Nos volvemos a equivocar, cuando ella podría salvarnos de muchos pecados.
Todos, menos Colombia, reconocen que la transición eléctrica ya no es solo un tema ambiental, sino uno de tecnologías baratas que nos favorecen enormemente y, por eso, todos han avanzado más que nosotros. Los últimos dos gobiernos de Colombia no entendieron el contexto de la Ley 143 ni como dentro de ella abordar la transición energética, que tiene otros propósitos y requiere instrumentos diferentes. Es por lo que han dejado estrechar el margen de energía firme para los próximos años a 2,5%, 1% y -2%. ¿Esto quiere decir, entonces, que estamos condenados al apagón? ¡No! ¡Pero como no se entiende la gravedad, me temo que sí! Y, la culpa, recaerá merecidamente en este gobierno.
Si bien el gobierno Petro acertó con destrabar Colectora, ahora debe tener eólica operando el año próximo; también avanzó con comunidades energéticas y una subasta de energía que salió bien, pero esto es insuficiente por el estado de las cosas. Las opciones para enfrentar sequías son conocidas, obvias y rápidas (pero requieren de mucho trabajo): subastas de contratos de renovables, techos solares y baterías. El asunto no se resuelve con discursos, sino trabajando con las comunidades, los gremios y la academia para evitar la catástrofe.