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Generalmente, cuando se pregunta cuál es el principal problema de Colombia, se refieren temas como la corrupción, inseguridad, pobreza o desempleo. Situaciones extremas que afectan la convivencia, la capacidad productiva, la economía y el progreso social.
Como educador, no puedo dejar de ver el tema sin considerar los valores éticos. La cultura del respeto integral a “la edad, la dignidad y el gobierno”; los logros y méritos como producto del estudio, esfuerzo y trabajo; y el acatamiento o respetuosa confrontación argumentada de las reglas y normas de convivencia básica, parecen caer en desuso. Así se vivencia en redes sociales, en los mensajes generalmente sórdidos de los llamados “influencers”, en la subjetividad de algunos medios de comunicación, en el show mediático de los enfrentamientos políticos, y hasta en las letras de las canciones de moda.
Lo anterior acompaña una subcultura maliciosa que ha transgredido el sentido común para dar paso a la cultura que aviva la idea de que el vivo vive del bobo, de la estigmatización y generalización de juicios condenatorios, de la impuntualidad como costumbre, de la evasión y no pago de impuestos, deudas y sanciones, y las ideas de que “siempre se ha hecho así” o “todo el mundo lo hace”.
Ambas problemáticas son delicadas. Tanto las que ocasionan impacto fiscal, legal y estatal, como las que afectan la cultura, la educación y la familia. Todas desconocen y transgreden la dignidad humana.
Estas situaciones violan el principio universal de “no hagas a otro lo que no quieras que te hagan a ti”. Y este no es un tema de religión o moral, sino de convivencia, de sentido común. Pareciera como si la desconfianza fuera parte del fenotipo colombiano. No es así. Es más bien que la confianza es una esmeralda en bruto, que necesita ser trabajada con pasión y precisión por las grandes mayorías, para dejar de ser manipulados por minorías.
Es cierto que no es fácil confiar cuando algunas personas traicionan la confianza. Pero la desconfianza es costosa. Las personas, familias, comunidades y empresas se hacen inviables, sus miembros se enfrentan con odios y soberbias, se hacen ineficientes, causan reprocesos, generan pocos buenos resultados y enfrentan más conflictos.
En cambio, cuando hay confianza, las relaciones fluyen, las personas se sienten mejor valoradas, comprometidas y empoderadas. Hasta las personas más desconfiadas, requieren que los demás confíen en ellas. Como el creyente en su Dios, el infante en sus padres, el anciano en sus hijos y el estudiante en su profesor.
Para confiar hay que ser confiable. Es condición imperativa para la armonía. Conlleva una profunda responsabilidad en torno de la verdad, el compromiso y la coherencia entre lo que se dice y se hace.
Es cierto que algunas veces quien confía puede ser traicionado, por la ingenuidad de creer en la transparencia del otro, pero al final los hechos y el tiempo dan la razón, y quien traiciona casi siempre termina pagando su deslealtad.
El ejemplo es el mejor camino para la confianza. No bastan las palabras, importan los hechos. Ese es el desafío, especialmente de gobernantes, padres de familia, jefes, hermanos mayores y, claro está, de todos los líderes que quieren ser transformadores.