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Pregunta frecuente que trivializan algunos para explicar el éxito de unas personas y el fracaso o restricciones que en la vida enfrentan otras. Han sido muchos quienes han tratado de explicar por qué algunas personas son ricas y otras pobres, por qué algunos acumulan propiedades, conocimientos, distinciones, éxitos, en fin… mientras otros no. Algunos creen que los logros y satisfacciones se heredan y otros que son producto de la inteligencia, del talento, del trabajo, de las habilidades, de la suerte, del destino, de la tenacidad.
Un asunto de difícil respuesta, pues de seguro no hay una definitiva ni única.
Pero quienes apostamos por la educación para apoyar el bienestar social, individual y colectivo, debemos reflexionar una explicación.
En un país como el nuestro debería sembrarse, especialmente en nuestros niños y jóvenes que nacen y viven en la desigualdad, que el éxito se obtiene sembrando una buena educación desde el propio Estado, lo que conlleva a un trasfondo ético y moral sobre la exigencia de una transformación estructural y a la vez radical del sistema educativo.
Ello implicaría generar Políticas de Estado (a largo plazo) que no de gobierno (inmediatistas) que consideren dos filosofías sobre la forma de gestionar y reconocer los méritos: el liberalismo de libre mercado, propuesto por Friedrich A. Hayek (para quien el rol del Estado debe ser asegurar que todas las personas tengan el mismo punto de partida e idénticas perspectivas, y de ahí en adelante que opere la natural desigualdad), y el liberalismo de Estado del bienestar, descrito por John Rawls (quien sugiere que los afortunados y talentosos compartan sus ganancias con los que no lo son). Para conocer más de esto, recomiendo el libro del “afamado” profesor de Harvard, Michael J. Sandel: “La tiranía del mérito. ¿Qué ha sido del bien común?”
No hemos sido capaces de vender la idea, incluso quienes estamos en el mundo universitario, de que solo con el conocimiento apropiado y pertinente es posible subir en el ascensor social. Tampoco, que mientras más conocimiento y tecnologías se apropien, más cerca se está de mejores ingresos económicos, de bienestar individual y colectivo y, por ende, de reconocimiento.
En Colombia difícilmente se han sembrado condiciones éticas y morales que permitan formar, ante todo, buenos seres humanos, respetuosos de la ley y de sus semejantes, porque desde que nos constituimos como Nación no hemos hecho más que justificar la discriminación en todas sus formas, y por ende avalar las brechas de generaciones que no pueden educarse.
Ha llegado la hora de un cambio transformacional para que nazca un nuevo modelo educativo que afiance talentos y reconozca méritos. Por supuesto en un entorno desigual y con limitadas oportunidades para todos, la educación no es, per se, la llave del éxito (en su dimensión material, laboral y de prestigio), pero su ausencia sí hace más difícil avanzar, lograr una debida convivencia y llevar con alta estima la dignidad propia. La apuesta de la universidad debe ser brindar opciones: enseñar que el éxito no es acumular riqueza, sino aprender a vivir felizmente con lo menos posible, servir a los demás y entender que las ganancias propias solo adquieren importancia cuando se comparten con los demás.