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Los movimientos sigilosos del gobierno chino para expandir su ideología comunista por el mundo son tan inquietantes como la historia personal de su presidente vitalicio, marcada por episodios de dolor y turbulencia.
La sonrisa de Xi Jinping es enigmática, casi impenetrable. Aunque intenta proyectar amabilidad, su expresión delata burla y superioridad. Es una demostración diplomática de lo que se debe hacer, pero que, por convicción, se vuelve imposible.
Xi Jinping es un dictador que maneja los hilos del país comunista más grande del mundo y representa la mayor amenaza para las democracias. Con inteligencia estratégica, ha logrado alterar el equilibrio global, fundamentando su autoritarismo en el poderío económico y militar. Su gobierno ataca las ideas liberales de democracia, derechos humanos y libertad de expresión, intensificando la represión contra movimientos democráticos. Y como si fuese un líder religioso, Xi encabeza ceremonias solemnes en las que, rodeado de sus camaradas más leales, renueva juramentos de fidelidad al Partido Comunista y a sus fundadores.
Lo que alguna vez fue la histórica “ruta de la seda” se ha convertido en la columna vertebral de su proyecto de expansión: el “sueño chino”, cuyo objetivo es consolidar a China como la principal potencia militar y económica para 2049, cuando se cumpla el centenario de la República Popular. Con información escasa y controlada, se sabe que han destinado una cantidad de billones de dólares para acelerar su dominio comercial y político en el mundo.
China invierte en la construcción de puertos, ferrocarriles, carreteras y rutas marítimas en Asia, Medio Oriente, Europa, África y América Latina. Para 2020, ya controlaba 15% de la actividad portuaria en Europa. Son dueños del puerto del Pireo en Grecia y tienen participación en el aeropuerto de Toulouse. En Sri Lanka, se quedaron con un puerto estratégico tras la imposibilidad del gobierno local de pagar sus deudas. Sus inversiones en infraestructura en Australia y Nueva Zelanda son colosales, y en África han concedido préstamos millonarios a más de la mitad de los países del continente.
China infiltra sociedades a través de inversiones estratégicas y préstamos a países cuyos mandatarios han sido señalados como dictadores, eludiendo acuerdos internacionales. La discreción china es cosa del pasado: buscan transformar su influencia económica en dependencia política, obligando a Occidente a adaptarse a un modelo de control absoluto.
Hoy, China es el modelo autoritario por excelencia. Censura medios de comunicación, persigue cualquier oposición política y vigila cada aspecto de la vida cotidiana. Con inteligencia artificial y reconocimiento facial, han implementado un sistema de “crédito social” que clasifica a los ciudadanos según su comportamiento, afectando su acceso a empleos, educación, permisos de viaje e incluso desplazamientos internos. No existen leyes de protección de datos; el Estado tiene control total sobre la población.
Este enfoque represivo ha alejado a China de organismos multilaterales y bloques internacionales que promueven el equilibrio global. Como respuesta, el régimen ha impulsado su propia agenda diplomática, consolidando alianzas con Rusia, India, Pakistán y varios países árabes, europeos y latinoamericanos, con el objetivo de establecer un nuevo orden geopolítico dominado por Eurasia.
No es secreto para nadie que el gobierno chino acaba de inaugurar su puerto marítimo en Perú. El Puerto de Chancay es ahora el más grande de Sudamérica. Con una inversión superior a los US$3.600 millones. Sudamérica se integra geográficamente a la “ruta de la seda”.
Por fortuna, esto no ocurrió con el Canal de Panamá, aunque la presencia china en el país es real desde 2017, cuando construyó la terminal de cruceros más grande de la región. Sin embargo, tras la legítima preocupación del gobierno de Donald Trump, Panamá ha suspendido la firma de nuevos acuerdos con China.
Por otro lado, el caso de Venezuela parece estar sentenciado. Xi Jinping es el principal aliado y socio comercial del gobierno ilegítimo de Nicolás Maduro, consolidando aún más su influencia en el Continente.
Dar legitimidad al régimen chino significa acercar el comunismo autoritario a nuestras democracias. Y aunque su expansión comercial parece imparable, es imperativo estar atentos a su creciente influencia en la región.