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La IA se volvió imprescindible, pero las empresas aún no entienden del todo qué hacer con ella. Dos enfoques dominan hoy la conversación: los agentes autónomos y los asistentes inteligentes. Aunque ambos prometen revolución, ¿estamos seguros de cuál es mejor para nuestro negocio?
Un asistente de IA es como un buen copiloto: entiende instrucciones claras y las ejecuta rápidamente, pero nunca toma el volante por sí mismo. Es intuitivo, eficiente y orientado a tareas concretas. Su éxito precisamente radica en complementar al humano, es decir, los procesos de automatización se enfocan básicamente en hacernos más eficientes. Sin embargo, su límite es precisamente ese: depende enteramente de la intervención y guía constante de las personas.
En cambio, un agente de IA es autónomo: aprende, toma decisiones complejas y se adapta al entorno sin supervisión directa. Técnicamente más avanzado, opera como una entidad independiente capaz de transformar negocios enteros. Pero esa independencia, sin embargo, también lo expone a errores catastróficos si no se implementa correctamente.
Facebook nos regaló una lección con su asistente virtual “M”, que prometía ser una versión superior a Siri, Alexa y compañía. Lanzado con bombos y platillos en 2015, terminó cerrado en silencio tres años después porque la inteligencia artificial no logró manejar tareas sin apoyo humano constante. El fracaso de “M” dejó una enseñanza clara: no sirve una IA que prometa todo y no entregue nada. La tecnología siempre debe tener límites claros, especialmente cuando interactúa con usuarios.
En el otro extremo, DeepMind de Google demostró cómo los agentes pueden triunfar cuando se les encomienda una tarea precisa. Su agente inteligente optimizó el enfriamiento de sus centros de datos y logró reducir hasta un 40% del consumo energético ¿El secreto? Una tarea concreta, datos suficientes y un claro objetivo estratégico.
Entonces, ¿cómo decidirse? La clave está en entender el propósito empresarial. Para tareas repetitivas o de interacción directa con clientes, los asistentes son ideales: acotan riesgos y aumentan productividad rápidamente. Pero cuando buscamos transformaciones profundas en procesos críticos, los agentes bien implementados podrían cambiar las reglas del juego.
La inteligencia artificial no es magia: requiere preparación técnica, calidad de datos y claridad estratégica. No existen atajos. Ni todos los asistentes son garantía de éxito, ni todos los agentes son bombas de tiempo.
La pregunta ya no es si usar IA, sino cómo usarla. Porque, como bien nos enseñó la experiencia, la diferencia entre fracaso y éxito no la dicta solo la tecnología, sino la capacidad humana de entenderla, dirigirla y controlarla. Y eso, al final, sigue y seguirá siendo tarea de las personas, o al menos hasta que llegue un muy buen agente para reemplazarnos o complementarnos.