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Durante el Foro Económico Mundial (WEF por sus siglas en inglés), uno de los temas que mayor interés generó fue el de el balance que toda sociedad debe encontrar entre el derecho a la privacidad, la captura de los datos personales y su utilización ya sea por empresas privadas o por los gobiernos, y la necesidad de una vigilancia sobre las actividades de los ciudadanos. En ninguna de las charlas a las que asistí, los ponentes pudieron ponerse de acuerdo en cual debería ser el límite para la captura de la información personal ni tampoco para el uso que las empresas y las agencias de seguridad gubernamentales le den a la información recopilada.
En el caso de los proveedores de servicios de internet, de correo electrónico, los buscadores y aplicaciones, esa frontera entre lo que es o no es, un uso legítimo y adecuado de la información personal y privada que día a día les confiamos, es todavía más difícil de establecer, particularmente porque la primera vez que accedemos a sus servicios, de una manera casual y desprevenida le “entregamos el alma al diablo” al aceptar los términos de uso de sus plataformas.
Y es que sería verdaderamente difícil para un ciudadano común y corriente, no solo gastar su tiempo en leer documentos legales que en promedio, según un estudio de la Universidad de Carnegie-Mellon, tienen mas de 2.500 palabras (esta columna tiene un poco más de 600), sino poder entender la magnitud de la autorización que le estamos dando a estas empresas para utilizar nuestra información.
Navegando por la red, registrándonos en todo tipo de plataformas, nos pasamos la vida aceptando condiciones que no sabemos de qué se tratan y que en ocasiones tienen un valor jurídico dudoso. En la gran mayoría de los casos no leemos esas condiciones y las aceptamos porque son extremadamente largas y aburridas. Al hacer esto estamos negando nuestro derecho a quejarnos si alguna de nuestras fotos subida a una red social aparece en una campaña publicitaria o si empezamos a recibir ofertas basadas en nuestros patrones de comportamiento.
El mayor riesgo que corremos al aceptar estos términos radica precisamente en aquella información tácita que entregamos con respecto a nuestras rutinas diarias y que al ser correlacionada con nuestros patrones de búsqueda en internet, nuestros “check-in” en redes sociales y nuestros hábitos de compra y consumo, nos convierte en un producto extremadamente atractivo y codiciado por empresas interesadas en vendernos algún tipo de bien o servicio.
Una empresa de telecomunicaciones de las que ofrecen servicios empaquetados de televisión por subscripción, telefonía móvil y acceso a internet, sin mayor esfuerzo puede determinar a que hora nos despertamos ya sea porque prendimos la televisión o miramos el celular. Al mismo tiempo tiene información sobre los canales y programas que vemos, los sitios que navegamos, nuestra ubicación y la de nuestros familiares y amigos basados en los patrones de llamadas que efectuamos.
El problema no está en que estas empresas tengan toda esta información porque en muchos casos su captura se realiza como parte de la misma operación de los servicios que nos ofrecen, sino en el uso que se haga de los datos y su potencial comercialización.
Valdría la pena preguntarse si debiera existir una iniciativa de los gobiernos para regular los términos y condiciones que los proveedores de servicio nos definen en sus contratos de manera que al menos nos quede claro que derechos estamos dejando de lado. En un mundo donde la mayoría de servicios de internet son gratis para los usuarios, pero al mismo tiempo las compañías detrás de ellos tienen ingresos multimillonarios cada trimestre, no es ilógico pensar que si no estamos pagando es porque ¡no somos realmente el cliente, somos el producto!