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“Yo doy empleo porque lo necesito”, dijo recientemente el empresario Arturo Calle en una entrevista, dejando claro que la relación entre empresario y trabajador es, en definitiva, un gana-gana; y cuando las leyes perjudican al empresario, lo que se genera es un pierde-pierde.
La izquierda ha sostenido por años un discurso antiempresarial, argumentando que la riqueza de los empresarios se basa en la explotación de la mano de obra. Ese discurso de odio y resentimiento impide que muchos entiendan que las relaciones laborales no son un gana-pierde, sino un gana-gana. Por un lado, tenemos al empresario que, con su propio capital, funda una empresa. No lo hace con la intención de generar empleo ni por altruismo, sino buscando un interés propio: crear y acumular riqueza. Sin embargo, para alcanzar ese objetivo, necesita de la mano de obra. Por el otro lado, están los trabajadores que tampoco laboran por caridad hacia el empresario o la comunidad, sino para satisfacer su propio interés: obtener un salario que les permita vivir y mejorar su calidad de vida.
Puede sonar egoísta. La realidad es que las relaciones laborales no nacen de la caridad de ninguna de las dos partes. Como bien explicó Adam Smith, “no es por la benevolencia del carnicero, del cervecero y del panadero que podemos contar con nuestra cena, sino por su propio interés”. Tanto el empresario como el trabajador tienen intereses personales que solo pueden satisfacerse gracias al trabajo conjunto. Sin empresarios, no hay empleo. Sin trabajadores, no hay quién opere las empresas. Es una relación de mutua dependencia.
El problema es que el discurso de la izquierda sataniza a los empresarios por perseguir su propio interés, sin reconocer que gracias a ello los trabajadores pueden satisfacer el suyo. Por ejemplo: si al carnicero le suben los impuestos y lo sobrecargan con nuevas obligaciones laborales, pierde el incentivo para seguir produciendo y haciendo empresa. Como expliqué en una columna anterior, esto lleva inevitablemente a un aumento en el desempleo y la informalidad. Atacar la acumulación de riqueza de los empresarios es, en consecuencia, perjudicar a los mismos trabajadores que dependen de esas empresas.
Y la situación empeora. Si pasa la reforma laboral que aumenta cargas a los empresarios (ignorando que solo 0,3% del total nacional son grandes empresarios), el impacto será un pierde-pierde-pierde: para empresarios, trabajadores y consumidores. Volvamos al ejemplo del carnicero: si muchos carniceros cierran sus negocios porque no pueden sostener los costos, habrá menos oferta de carne, ello generará escasez y aumentará precios. Este fenómeno se repetirá en todas las industrias, desde las carnicerías hasta las grandes empresas.
El discurso de resentimiento ha calado tanto que se ha normalizado satanizar a quienes generan riqueza. Tanto es así que, según una encuesta de la firma Robert Walters, 72% de los jóvenes no quieren ser jefes. Esta es una pésima noticia para todos, ya que si los jóvenes no quieren emprender ni asumir liderazgos, no habrá quién genere empleo. Son varios los factores que están llevando a que la relación laboral se convierta, ahora sí, en un verdadero pierde-pierde-pierde.