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Analistas 12/08/2017

Empresa y hogar

Jorge Andrés Arango Peláez
Master en Ciencias de la Administración, U. EAFIT
Analista LR
La República Más

Arturo fue siempre, aparte de un excelente trabajador, un hombre profundo, de amplia cultura, de principios muy claros y bien arraigados (…): de esas personas que infunden confianza y a quien uno no duda en acudir, ante las situaciones más dispares y hasta descabelladas, en busca de consejo.

De aquellos tiempos en que coincidí con él, en mi antiguo trabajo, recuerdo que a todos nos llamaba la atención su empeño por defender el tiempo para su familia: por ningún motivo se permitía extender la jornada laboral. Solía decir:

—Si las horas previstas para realizar el trabajo, no nos alcanzan, es porque no trabajamos bien, o porque las labores están mal programadas o mal distribuidas. Sea una u otra la situación, hay que buscar soluciones, porque no hay derecho a que desatendamos a nuestra familia como consecuencia de ese desorden.

Se contaba que él había renunciado antes a otro empleo, porque, con la excusa de que hacía parte del staff de la empresa, no tenía horario. Esto, en la práctica, quería decir que terminaba diariamente su labor a avanzadas horas de la noche. Siempre surgían proyectos nuevos, asuntos pendientes, urgentes, que era imperioso resolver antes de irse a casa.

—Decidí renunciar —decía, aludiendo a unas palabras de Chesterton— porque es la familia el lugar donde nacen los niños y mueren los hombres, donde la libertad y el amor florecen: no es en una oficina, ni en una tienda, ni en una fábrica.

Estos párrafos, entresacados del libro “Hasta que la muerte nos separe”, plantean, de entrada, un tema que no pierde actualidad: el equilibrio empresa-hogar, trabajo-familia, tan necesario para el equilibrio personal que, repercute, a su vez, en la eficacia laboral.

“Hasta que la muerte nos separe” (Una aventura en defensa de un amor), la más reciente obra de Omar Benítez Lozano, acaba de ser presentado. Se trata de un testimonio novelado de gran viveza, muy agradable de leer. Está lleno de anécdotas y situaciones que ilustran todo lo que supone el amor entre dos esposos que comparten la ilusión por sacar adelante su familia y su amor mutuo, pero que se diferencian en el modo de enfrentar los retos que se les van presentando. Viene a ser vivo retrato de la aventura que supone sacar adelante un matrimonio. Es, así mismo, un aleccionador itinerario de aciertos y desaciertos que han dejado huella en los protagonistas y que, sin duda, cuestionarán al lector.

El protagonista de esta historia comenta: Cuando me casé, me dijeron: — César, amar es una decisión, no un sentimiento; amar es dedicación y entrega. El amor es un ejercicio de jardinería: ve arrancando lo que haga daño, prepara el terreno, siembra, sé paciente, riega y cuida. Procura estar preparado, porque habrá plagas y habrá sequías o excesos de lluvias… Y cuando pronuncié las palabras “Yo, César, te acepto a ti, Luisa…”, ¡me temblaba la voz! Era ese no sé qué de definitivo, de cambio de vida, de novedad, casi de aventura. Yo sí tenía algo muy claro: estaba enamorado y me ilusionaba la vida con Luisa; lo que no sospechaba era todo lo que aquello me iba a suponer.

No hay duda de que decir sí ante un altar no hace a nadie experto en matrimonio. A veces, se cometen graves errores por la sola inercia.

Uno de esos errores es convertir el trabajo en un enemigo del hogar, de la familia, del amor conyugal. El matrimonio es también un trabajo, un trabajo de todos los días, un trabajo artesanal, de orfebrería, de brega silenciosa, con frío y con calor, con lluvia o con sequía. No basta con estar y dejar que pasen los años; el hogar no tiene porqué ser prolongación de la oficina. Uno de los pasajes de “Hasta que la muerte nos separe” aborda con viveza este tema:

—Oye, Arturo, ¿qué haces para no llevar a casa tus problemas, para no conservar el agobio de la jornada, para que la familia no pague las consecuencias de tus cansancios? A mí me pasa muchas veces que, cuando estoy en casa, estoy pensando en cosas de mi trabajo o dedicando ese tiempo a la solución de asuntos laborales, o afectado por ellos, de tal manera que casi no tengo cabeza para vivir, como debiera, esos ratos de familia.

—Eso a veces pasa y es inevitable —dijo él, condescendiente—. Pero a mí me ha servido mucho, para evitar que aquello sea frecuente, mi “árbol de los problemas”.

—Y… ¿qué árbol es ese? —pregunté, extrañado.

—El que está a la entrada de mi casa —respondió—. Cuando llego, lo toco, dejando ahí mis problemas; y, por la mañana, al salir para el trabajo, lo toco de nuevo, para recogerlos. Aunque te dé risa, ¡ni te imaginas cómo me ha funcionado ese ejercicio!

Y, en otro momento, cuenta: Cuando Arturo llegaba a casa, después de muchas horas de trabajo, tomaba fuerzas para estar pendiente de todos, con alegría, naturalidad, sin agobios y sin sensación de víctima. Unas veces, ayudaba a sus hijos en alguna tarea escolar; otras, echaba una mano a su esposa en alguna labor doméstica; otras, se ponía a jugar un poco con alguno de los pequeños. No eran pocas las ocasiones en las que debía hacer de todo un poco. Todo ello suponía sacrificio, pero la vida misma de sus hijos, y la integridad que iban alcanzando eran su paga y su motivación.

El trabajo es una realidad muy digna. El hombre ha sido hecho para trabajar, como las aves para volar. Quien trabaja mucho, y bien, merece mucho respeto.

Lo que pasa es que, a veces, los hombres interpretamos mal el trabajo, convirtiéndolo en un fin, poniéndolo en un lugar que no le corresponde, dándole un protagonismo desmedido: es cuando se convierte en obsesión, en activismo, en profesionalitis. Entonces, sí que se convierte en un problema familiar. Quien vive así la realidad del trabajo, se está materializando, está metalizando a su familia y, quizás, lleguen a vivir en una jaula de oro, pero como animales.

Tampoco basta con decir: “yo voy de la casa al trabajo y del trabajo a la casa; yo respondo por las necesidades de la familia: de hecho, soy el único que trabaja”. Eso no basta para la armonía familiar y, por otra parte, tampoco es real que él sea el único que trabaja…

¿Estando en la casa, ayudas en las labores propias del hogar? Y, aun estando en el trabajo, ¿estás pendiente de tu mujer y de tus hijos? Además, no creo que sea verdad que tú eres el único que trabaja: ¿Tu esposa no hace nada? ¿La atención de las cosas de la casa no es trabajo?

»En una ocasión, un amigo mío llegó a su casa y se llevó tremenda sorpresa con lo que encontró: el jardín estaba lleno de basura y, en medio de ella, los niños jugando, en pijama. Dentro de la casa, todo era un auténtico desastre. Parecía que habían entrado los ladrones, que había habido un terremoto o que había pasado un ciclón. Asombrado, comenzó a buscar a su esposa, aunque pensando que ella no estaba. Pero sí: la encontró plácidamente sentada, viendo la televisión.

—Pero… ¡¿qué pasó aquí?! —exclamó él.

—Nada. ¿Por qué? —respondió ella tranquilamente.

—¿Cómo “por qué”? ¡Mira cómo está la casa; y los niños!

—¡Ah! ¿Ya viste? —contestó ella—. Muy bien. Tú piensas, y así lo has dicho, que cuando me quedo en casa no tengo nada que hacer. Pues, creo que he logrado lo que me propuse hoy: que veas lo que es la casa cuando no hago lo que suelo hacer.

Definitivamente, “Hasta que la muerte nos separe” es una obra de lectura obligada para quien reconozca que no se las sabe todas en el arte de amar y de hacer familia.

Omar Benítez Lozano es Ingeniero, Magíster en Educación y Doctor en Teología (Universidad de Navarra, España). 30 años en el área educativa. Ha dirigido actividades de formación, liderazgo y familia en diversos centros culturales y en instituciones de Colombia. También ha impulsado y dirigido actividades de formación para docentes y otros profesionales. Sacerdote desde 1996.

Autor de “Dios, dame tiempo para vivir” (Una historia de fortaleza y fe para afrontar el cáncer), Ed. Planeta.

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