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Quienes se oponen a la reforma laboral confunden derecho al trabajo con política de empleo. Claramente ninguna reforma laboral es una política de empleo, así lo establece el marco constitucional. Por tal razón, la Ley 789 de 2002 salió muy mal, pues se vendió como una política de empleo cuando en el fondo lo que buscaba era lesionar severamente el derecho al trabajo y lo logró.
La Corte Constitucional ha reiterado en varias sentencias que el derecho al trabajo constituye un valor esencial de la organización política y es fundamento del Estado social de derecho. Significa que se debe proteger en todas sus modalidades y asegurar su desempeño en condiciones dignas y justas. Agrega que es un derecho inherente al ser humano, que lo dignifica en la medida en que contribuye al perfeccionamiento personal y social. Sostiene la Corte que “sin el ejercicio de ese derecho el individuo no podría existir dignamente”, ya que proporciona los medios adecuados para la subsistencia.
Generalmente la protección del derecho al trabajo cae en el terreno de la relación contractual, aunque no es el único. Dicha relación se torna conflictiva por los intereses representados; pero, según sean las condiciones laborales, como igualdad de oportunidades, remuneración mínima vital proporcional a la cantidad y calidad de trabajo, estabilidad en el empleo; irrenunciabilidad a los beneficios mínimos establecidos, garantía a la seguridad social, entre otros; se logrará la dignidad y justicia anhelada. Estos son elementos sustantivos para la discusión de la economía política de la reforma y, por supuesto, dicha discusión es netamente ideológica. En este sentido, es importante identificar entonces qué busca la reforma y qué reclaman quienes se oponen.
Mientras la reforma reconoce que existe precarización, inestabilidad y desprotección laboral, remuneración injusta por derechos perdidos para trabajadores y aprendices e incumplimiento de los convenios internacionales, lo cual ha deteriorado la dignidad de los trabajadores; quienes se oponen, valoran las medidas de la reforma en función de los costos laborales y estiman su impacto exclusivamente en empleo, informalidad y fiscalidad, variables propias de una política de empleo, no de una reforma laboral. He aquí la confusión.
Los opositores se alimentan del análisis de la ortodoxia económica. Dicho análisis obviamente también es ideológico, así digan que es técnico. La ortodoxia trabaja con una caja de herramientas muy limitada.
Utiliza técnicas sofisticadas para intentar “demostrar” que sus concusiones son casi una verdad; pero nunca advierte sus limitaciones. Por ejemplo, el grupo Gamla del Banco de la República estimó el impacto de la reforma en función de los costos laborales y el empleo formal; pero no dijo una palabra sobre qué tanto se protege el derecho al trabajo o se avanza en crear condiciones dignas y justas, que debería ser lo sustantivo.
Este es buen ejemplo de que la ortodoxia económica se ha centrado más en la técnica que en los temas relevantes para comprender fenómenos y proteger derechos. Eligen cuidadosamente los fenómenos a estudiar, escogen las variables que cuadran dentro de su técnica, realizan abstracciones y aplican supuestos que les permitan ajustar sus modelos, dejando por fuera asuntos relevantes que consideran como “no económicos”, incluso, así sean derechos fundamentales.
En síntesis, no puede ser posible que el debate de la reforma laboral se confunda de esta manera y que el fetiche y limitaciones técnicas de la ortodoxia impongan conclusiones que no están en sintonía con el marco legal, ni la realidad social del país.