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La teoría neoclásica considera al trabajo como un factor productivo. Sin hacer una reflexión amplia y seria entre empleo, mano de obra, fuerza de trabajo, trabajo vivo, trabajo asalariado, trabajo abstracto y concreto -discusiones profundas de economía política-, simplemente asume que quienes desean realizar una actividad a cambio de una remuneración (empleo) configuran la oferta, mientras que las empresas conforman la demanda. Por esta vía analítica, arbitraria, mecánica y sencilla, construye lo que denomina: mercado de trabajo.
Dicho mercado no es más que un aparato analítico sencillo que sólo permite estudiar la relación entre la supuesta oferta y demanda de trabajo a través de sus costos asociados. Por ser una aparato limitado y aislado de las relaciones sociales, siempre concluye que los problemas, como, desempleo, generación de empleo, informalidad, calidad del empleo, entre otros, son un asunto de costos laborales. Por esta razón, las políticas y reformas implementadas han presionado hacia abajo la remuneración, tal como ocurrió en la Ley 789 de 2002, donde se disminuyeron las indemnizaciones sin justa causa y los recargos nocturnos, dominicales y festivos; incluso, ha habido intentos por tumbar el salario mínimo.
Este aparto dogmático va en contra de la construcción de una sociedad más democrática y justa. Ha convertido, astutamente, una relación social en una mercancía, negando que el trabajo es una relación social que cumple, por lo menos, tres funciones: i) política, porque permite la construcción de ciudadanía; ii) social, porque crea identidad (individual y colectiva) y configura redes de apoyo y de cuidado; y iii) económica, porque es posible obtener ingresos para satisfacer necesidades. Esta última es, tal vez, la única que tiene en cuenta la teoría neoclásica y el neoliberalismo.
A propósito de neoliberalismo, quien se nutre de la teoría neoclásica, ha hecho creer en la superación personal y sostiene que cada individuo puede ser “más competente” en la medida en que logre aumentar su “capital humano”. Esto quiere decir que dicho capital, como cualquier otro, se podría acumular; por tal motivo el individuo (no el ciudadano) se siente en la necesidad de “invertir” en certificaciones para lograr más “competencias” y lucir “competente”. De esta manera tan sencilla el neoliberalismo niega la función social del trabajo y le arrebató derechos al ciudadano, ya que el capital humano no es portador de ninguno.
Nadie serio discute que el trabajo es una relación social, por lo tanto, es éticamente imposible separarlo de su esencia. El ser humano es miembro de una sociedad y está inmerso en sus propias relaciones, luego aislarlo para tratarlo como una mercancía dentro de un mercado, sencillamente es vaciarlo de su esencia y derechos. La Corte Constitucional ha dicho que el trabajo es un derecho que debe desarrollarse en condiciones dignas y justas, respetando los principios como libertad, igualdad, dignidad y los derechos de los trabajadores; pero nunca se ha referido así sobre el capital humano.
En consecuencia, mientras la sociedad se percata y actúa para derrumbar este dogma, hay que decir que la reforma laboral que hace tránsito en el Congreso lo enfrenta y propone recuperar derechos perdidos.