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La reciente publicación del Dane sobre las cifras de pobreza y desigualdad vuelve a prender las alarmas. Ya desde 2017 se estaban observando cambios preocupantes. Los nuevos datos corresponden a las variaciones entre 2018 y 2019. Es decir, antes de la pandemia. Nadie duda que el estancamiento de la economía acentuará la pobreza en 2020. De las nuevas cifras se desprenden tres hechos significativos.
El primero es la fragilidad de los logros sociales. Los avances se pueden echar para atrás. Los gobiernos no se pueden descuidar. Y, mucho menos, afirmar que los fundamentos de la economía son excelentes, como lo hace el Marco Fiscal de Mediano Plazo. Esta autocomplacencia tiene costos enormes. En el país la incidencia de la pobreza subió de 34,7% a 35,7%. En términos absolutos, ello significa que el número de personas pobres pasó de 16,8 millones a 17,4 millones. Es decir, en el 2019, ya había 662.000 nuevos pobres.
En América Latina el caso más dramático es el de Venezuela. Sin ir tan lejos, las proyecciones de la Cepal son inquietantes. En la región entre 2019 y 2020 habrá 28,7 millones de nuevos pobres. En total tendríamos 214,7 millones de personas pobres (34,7% de la población de la región). Y entre los pobres, los que ni siquiera alcanzan a adquirir una canasta de alimentos básica, los pobres extremos, se incrementarían en 15,9 millones, para un total de 83,4 millones de personas.
El segundo hecho preocupante es el aumento de la desigualdad, que también creció con la pobreza. Y las brechas se manifiestan de diferentes maneras. Una es el desastre de la situación en el campo, y el notable distanciamiento rural/urbano. En la zona rural la incidencia de la pobreza llegó en 2019 a 47,5%. Ello significa que casi la mitad de las personas son pobres. El sector agropecuario sigue rezagado.
Y los últimos gobiernos no han aceptado las recomendaciones de los informes de Naciones Unidas - Colombia Rural -, y de la Misión Rural. Durante las administraciones Santos se permitió que las importaciones agrícolas aumentaran de manera significativa, y no se sembraron los excedentes de las bonanzas de petróleo y carbón.
La desigualdad también se observa en la variación del ingreso real per cápita. Entre 2018 y 2019, el quintil 1 tuvo una caída del ingreso de -6,2%. Y, mientras tanto, el quintil 5 (el más rico) lo aumentó 1,6%. Las circunstancias difíciles de la economía afectaron a los más vulnerables. En estas condiciones apenas es lógico que el Gini haya aumentado, pasando de 0,517 a 0,526.
Y el tercer hecho significativo es el cambio en las estructuras de consumo, que se refleja bien en la nueva línea de pobreza. La participación que tienen los gastos de la vivienda ha aumentado. En los últimos 10 años en los hogares de menor ingreso el peso de la vivienda subió de 23% a 28,7%. La sociedad se ha urbanizado y, además de los alimentos, otras necesidades han ido adquiriendo relevancia. Esta circunstancia obliga a replantear de manera radical las prioridades de la política social. Se le tiene que prestar atención a la gestión del suelo, al ordenamiento del territorio, y a la vivienda. El suelo es un bien escaso y la forma de administrarlo incide de manera sustantiva en la pobreza y en la calidad de vida. Y esta es una tarea que compete, sobre todo, a los gobiernos locales, comenzando por las ciudades grandes e intermedias.