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La tensión entre facticidad y validez ha sido analizada por Habermas. Se presenta en todas las sociedades democráticas.
El discurso del programa de gobierno del presidente Petro es intrínsecamente válido. Se trata de un mensaje novedoso en el que se hacen explícitas dimensiones estructurales tan relevantes como la recuperación de los activos ambientales, la transición energética, la modernización del sector agropecuario, la búsqueda de la seguridad humana y la convergencia social y regional. En la lógica habermaniana el discurso es un elemento constitutivo de la acción comunicativa, que permite ir diseñando nuevos tipos de sociedad. Por su misma naturaleza, el discurso es transformador. Y este es el gran mérito de la lógica argumentativa del presidente. La fuerza de estos mensajes se expresó en las urnas.
Todos los discursos, dice Aristóteles, son retóricos. Y ello no les resta valor. Este tipo de formulación permite construir silogismos incompletos, los entimemas, que movilizan y generan pasión. Estimulan los sentimientos y son instrumentos poderosos de la persuasión. La retórica es un componente sustantivo del quehacer político.
Pero más allá de la validez intrínseca del discurso, la puesta en acción de las ideas requiere de la facticidad. El Plan de Desarrollo es una apuesta por la concreción del ideal discursivo. Es la formulación de programas de inversión específicos, que puedan ser financiables. El plan plurianual de inversión se queda cortísimo frente a los ideales del discurso. Es inevitable que así sea. Entre la validez del discurso y la facticidad de la planeación hay una brecha insoluble, que es profundamente dolorosa. Es la angustia, que en mayor o menor medida, sienten todos los gobernantes. Las limitaciones intrínsecas alimentan desesperanzas, y generan frustraciones. Los electores sienten que las promesas no se cumplen, y que las realizaciones no llenan sus expectativas.
Es el drama que resulta de las numerosas limitaciones institucionales, sociales, económicas, jurídicas y políticas. En lugar de aceptar los hechos fácticos como una realidad sobre la que es necesario actuar, el gobernante cae en la tentación de negarlos.
No obstante los alcances limitados de cualquier plan de desarrollo, en ‘Colombia, Potencia Mundial de la Vida’, se proponen cambios estructurales profundos, comenzando por el ordenamiento del territorio y la consolidación del catastro multipropósito. Después de medio siglo de guerra con las Farc, en La Habana se llegó a la conclusión que en el país se necesita una reforma rural integral. Este tipo de mecanismo apenas es un paso para lograr los ambiciosos ideales planteados en el programa de gobierno. Los sueños comienzan a ser posibles con cambios que en otros países se podrían calificar como reformistas, pero que en Colombia son revolucionarios. Si el territorio se ordena se avanza hacia la paz, se mejora la productividad de las empresas, se moderniza el sector agropecuario, se disminuye la divergencia regional.
Durante estos meses, la inevitable tensión entre facticidad y validez no se pudo resolver. El conflicto se volvió insalvable. La absolutización de la bondad del discurso llevó a desconocer la complejidad de su realización práctica. Quizás allí radique el motivo último que hizo inviable mi continuidad en la dirección del Departamento Nacional de Planeación.