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Se acaban de conmemorar los 75 años de la liberación de Auschwitz. Los recuerdos desgarrados de las víctimas terminan con la afirmación contundente de “nunca más”. Frente al horror de los campos de concentración nazi, la pregunta angustiosa es ¿por qué aquello fue posible?
Frente a este drama del siglo XX, Hannah Arendt insiste en la obligación que tenemos los seres humanos de tratar de comprender. El ejercicio de la comprensión, dice ella, es ineludible, aún sabiendo de antemano que nunca lograremos comprender. El ejercicio de comprender es “el modo específicamente humano de vivir”.
En el seguimiento cuidadoso que hace Arendt del juicio de Eichman en Jerusalén, se hacen tres observaciones profundas. Primero, Eichman es una persona común, que no tiene nada de extraordinario. Segundo, en los diferentes momentos de la persecución a los judíos, incluyendo la “solución final”, Eichman, como buen ciudadano, cumple de manera juiciosa las órdenes del Estado alemán. Y, tercero, en este camino hacia el extermino colectivo, se va creando una conciencia de lo superfluo, que lleva a la banalización del mal.
Desde la mirada de Eichman - de cualquiera de los Eichman - no es posible captar la dimensión del horror. Las razones de Estado son tan contundente, y el sometimiento a la voluntad del otro es tan alienante, que el mal que se está causando no parece relevante. Gracias a la banalización del mal es posible continuar avanzando en la concreción de la “solución final”. Solamente después, con el paso del tiempo, el horror de los campos de concentración se elevó a la categoría paradigmática de “holocausto”.
Estas tres condiciones que hicieron posible Auschwitz vuelven una y otra vez. La banalización del mal no es un asunto del pasado. En sus declaraciones a la Justicia Especial de Paz (JEP), en el caso 003 relacionado con ejecuciones extrajudiciales - “falsos positivos -, las confesiones de los militares conservan un patrón muy parecido al de Eichman. Personas comunes - comandantes y subalternos - responden a lógicas de muerte, que terminan siendo aceptadas sin ningún espíritu crítico. Se impone la voz de mando: “si usted no me presenta bajas, le daño la carrera”. El sujeto que obedece renuncia a la autonomía de la voluntad. En este mundo de seres heterónomos, el mal se banaliza. Las “bajas” se “legalizan” y el subalterno acucioso es premiado con vacaciones, dineros y ascensos.
Hoy gracias a la JEP se tiene certeza sobre lo que antes eran sospechas más o menos fundadas. Efectivamente se asesinó a inocentes. Los cadáveres de Dabeiba apenas son una de las evidencias de que aquello fue posible. Y para algunos de los victimarios, y para gran parte de la sociedad, se trató de un mal necesario. Apenas natural en una cadena de mando que necesitaba mostrar “positivos”.
Como hace 75 años en Auschwitz, hoy en Colombia comienza a ser contundente el proceso incomprensible que llevó a la banalización del mal. Y con Arendt no queda más camino que tratar de comprender. Y este ejercicio propio de la condición humana “no tiene fin y, por lo tanto, no produce resultados ciertos”. Una y otra vez quedará sin respuesta la pregunta ¿por qué sigue siendo posible? Y de manera más dramática ¿por qué seguirá siendo posible? El “nunca más” es un llamado inevitable, pero siempre estará empañado por la duda de que quizás aquello sí puede volver a suceder.