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La deuda pública sigue creciendo. Continúa aumentando el servicio y el saldo. Por el lado de los egresos, en el presupuesto de 2021 el servicio de la deuda tiene un peso de 24,2%. Su valor absoluto se acerca a los $76 billones, de los cuales al pago de intereses se destinarán $33 billones. Estos montos son considerables, si se tiene en cuenta que la inversión corresponde a 16,9% de los egresos y su monto es de $53,1 billones. El peso de la deuda ahoga la inversión.
Es preocupante el monto del servicio de la deuda, pero es más alarmante la decisión de financiar el presupuesto de 2021 al debe. Por el lado de los ingresos, los recursos de capital representan 39,4%. Este porcentaje tan elevado tiene numerosos inconvenientes.
Primero, pone en evidencia la fragilidad estructural de las finanzas públicas, y su incapacidad de generar recursos por la vía de los tributos. El Gobierno toma la posición cómoda de dejarle el problema a las administraciones siguientes. Es un reconocimiento indirecto del fracaso de la última reforma tributaria, que no mejoró el recaudo.
Segundo, desvirtúa los sueños del Marco Fiscal de Mediano Plazo, que aspira a una reducción progresiva del saldo de la deuda pública. Este año terminaría con un saldo de la deuda con respecto al PIB de 65,6%. Y en las proyecciones del Marco Fiscal se pretende minimizar la gravedad del hecho, imaginando una reducción progresiva del saldo de la deuda pública que llegaría a 42,2% del PIB en 2031. El monto del crédito aprobado para 2021 es la primera evidencia en contra de las estimaciones optimista del Ministerio de Hacienda.
Tercero, el manejo del crédito se hace por fuera del debate público. En 2021 se contrataría $123,8 billones, que se distribuyen así: $24,4 billones por crédito externo, $39,7 billones por crédito interno. Y un “otros” de $59,7 billones. Las operaciones financieras que se deben realizar para adquirir estos recursos tienen implicaciones en las políticas monetaria y fiscal.
El tipo de emisión, las tasas de interés que se negocien, los bancos seleccionados, las modalidades de la oferta de títulos, etc., impactan las dinámicas macro. La forma de contratación de los créditos no es un neutra, y sus impactos políticos son numerosos.
A pesar de la relevancia de estas decisiones, el Congreso y la opinión pública quedan por fuera del debate. Finalmente la deuda se tendrá que pagar con impuestos, y el monto del servicio determinará las necesidades fiscales del futuro. Si la generación presente no opina, mucho menos los jóvenes que deberán responder por estos compromisos en los próximos 15 o 20 años.
Cuarto, el rubro de la deuda es oscuro. No solamente por la forma como se negociarán los montos, sino por el desconocimiento del significado del componente “otros”. Son casi 60 billones de pesos, de los que no se sabe nada. Falta transparencia. Y es sorprendente la pasividad del Congreso, que no exige explicaciones.
Quinto, el presupuesto de 2021 cojea. La pretensión de financiar los faltantes a través de aumentos significativos de la deuda pública lo hace más débil. Es una salida desesperada del Gobierno. Por un lado, es consciente de la imposibilidad de reducir el gasto. Y, por el otro, no se atreve a realizar una reforma tributaria estructural y progresiva. La solución irresponsable de cortísimo plazo es el incremento de la deuda.