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Casi de forma absoluta, la ganadería colombiana se cuenta en dos “vacas” por hectárea de tierra. Dadas las últimas señales regulatorias del Gobierno Nacional, la tierra incrementará su avalúo hasta en 300%, para prevenir, según el Gobierno, incrementos ilegales incluso de 5.000%. Lo cual resulta extraño porque la Ley 1995 de 2019 fijó como tope al incremento a pagar, el IPC más 8% frente al impuesto pagado el año anterior. Es decir, así el avalúo aumente, el valor a pagar por concepto de predial unificado encontraría el tope anterior. El catastro, versión Petro, generará de forma disruptiva un impacto en la salud, economía, cultura y forma de relacionarse de los colombianos, toda vez que la tarifa con la que se calcule el impuesto predial unificado se liquidaría sobre un avaluó hiperinflado, y dicho costo de producción en el mercado de la carne y otros alimentos se trasladará al ya ultrajado consumidor final. La anterior, es una declaratoria de guerra a la industria de la carne tradicional con implicaciones sobre otros alimentos. El alto precio de la tierra, lejos de bajar el de los alimentos para conjurar el hambre en Colombia, los encarecerá, y se configuraría de facto en otro impuesto “saludable” más.
El comportamiento racional económico indicaría que, si el costo de la tierra sobre la cual se cría y engorda el ganado colombiano, se incrementa, ese mayor valor se trasladará al colombiano que en su dieta ya poco visita las famas o góndolas de las carnes en los supermercados debido al elevadísimo precio de las mismas, y bajará la competitividad del producto en el exterior. Así, la demanda por dicha proteína animal se desplazaría a sustitutos como proteína vegetal, huevos, y otras de origen animal más económicas. En razón a lo anterior, las métricas de los laboratorios clínicos colombianos evidenciarían una mayor ausencia de la proteína generada por el consumo de carnes rojas y por ende en el tiempo esto genera efectos comprobables en la salud de los colombianos.
Parece que el Gobierno quisiera cerrarle los corrales a la ganadería y sus agentes, y en cambio empujarlos a una metamorfosis hacia la industria de la agricultura, en el mejor de los casos. Primero, imponen el impopular impuesto saludable a las “galguerías” con consideraciones altruistas de salud, después le declaran la guerra a la proteína animal mediante el impuesto predial expropiativo y la narrativa medioambiental, quedando así casi obligados los colombianos a alimentarse de forma exclusiva de la agricultura. En razón a la incapacidad financiera y técnica de los campesinos, guiña el Gobierno a industriales nacionales desde su primer congreso en la Andi, a “los cacaos” y a otros extranjeros, para que junto con el mismo se sumen a darle un uso a la tierra que potencie la agricultura. Es decir, este último estaría ampliando el mercado de la agricultura, creando restricciones, barreras, y desincentivos al mercado de la carne y a sus consumidores. Para el inversionista resulta atractivo trabajar con el Presidente en su “misión mazzucata” de acabar con el hambre a través de productos verdes vestidos de sostenibilidad, inclusión y justicia, y sin rival proteico que compita de forma efectiva y libre, toda vez que comer carne será un lujo, si es que ya no lo es para muchos sectores de la economía.
Resultado de lo anterior, el pueblo colombiano enfrentaría un cambio cultural, ya que tendría que modificar sus costumbres gastronómicas al contemplar una bandeja paisa sin carne o chorizo, empanadas de papa, tamal vegetariano, sancocho sin cola, y el resto lo puede completar el lector.
Colombia mediante el expropiativo avaluó al inventario predial de hasta 300% que propone el Gobierno, cambiaría su forma de relacionamiento en razón a que los arrieros y caballos perderían su fin, la tierra cambiaria de manos, y probablemente excedidos en glucosa venidera de una dieta alta en carbohidratos caeríamos en un letargo profundo, enfermo, y cómodo de cara al manejo que el gran Estado de Petro le quisiera dar a sus asociados.