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Analistas 28/04/2017

Posverdad y realismo mágico

José Antonio Llorente
Llorente & Cuenca
Analista LR
La República Más
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El Diccionario Oxford escogió como palabra destacada de 2016 el neologismo post-truth, la “posverdad”, con la que se intenta explicar conmociones democráticas o votos de castigo tan sonados como el Brexit o la elección de Donald Trump. El término se ha convertido en expresión de moda y todo el mundo habla de él, por mucho que en español palabras equivalentes como mixtificación o superchería lleven más de cuatro siglos documentadas, o que un argentino pueda definir esa posverdad de los anglosajones con un giro tan eufónico como atractivo: verdad trucha.

Se llame como se llame, lo cierto es que la posverdad se ha convertido en un síntoma de la desafección de los ciudadanos hacia sus élites. Claro que, en realidad, también puede ser una hábil estrategia de parte de esas élites para generar ruido en provecho propio valiéndose de ese malestar social. La posverdad no pasa de ser una técnica más de manipulación, donde lo objetivo y lo racional se difumina frente a lo emocional, o frente al empecinamiento de sostener la propia creencia a pesar de que los hechos demuestren lo contrario.

Tenemos un sin número de casos notorios, como los mencionados anteriormente. Todos ellos presentan un denominador común: las creencias personales le han ganado la partida a la lógica de los hechos. Las convicciones se han vuelto hoy inamovibles, forman parte del subconsciente colectivo y no existe opinión pública capaz de enmendar ese desajuste emocional. Es probable que el auge de las redes sociales haya favorecido esta distorsión. Hay una vieja máxima entre periodistas: “es imposible comprender la realidad parándose en un solo día”, pero en ocasiones blogs personales, canales de mensajería instantáneos o redes sociales tienden a hacer las noticias cada vez más inmediatas, fugaces y difíciles de contrastar.

Con frecuencia, la divulgación de noticias falsas desemboca en una banalización de la mentira, que a su vez equivale a una preocupante relativización de la verdad. De ese modo, el valor o la credibilidad de los medios de comunicación queda mermado frente a las opiniones personales. Los hechos pasan a un segundo plano, y ya no se trata de saber lo que ha ocurrido, sino de escoger aquella versión de los hechos que mejor concuerde con la ideología de cada uno.

Uno de los principales damnificados de ese simulacro es el debate político, reducido a una sucesión de descalificaciones y al interesado espejismo de que todo da igual. El otro gran perjudicado es el periodismo clásico, porque reducirlo a una guerra de réplicas sobre lo que es verdad y lo que no, terminaría por agotar hasta al lector más infatigable.

La posverdad puede ser un síntoma de fatiga democrática, pero también lo es de desaliento intelectual. Ver cómo prolifera en nuestros días resulta triste, y doblemente desolador en el caso de Colombia, donde el ejercicio del periodismo creativo, de la pasión por contar y del realismo mágico son rasgos esenciales de su propio valor como país. Por eso, en una Colombia ilusionada con crecer, como también ilusionada con el mágico hecho de ilusionarse, el mejor antídoto para la posverdad va a seguir siendo leer a periodistas capaces de volver a describir la vida real, y de devolver al oficio la riqueza y el análisis de los grandes contadores de historias.

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