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El gobierno actual se ha arropado bajo el lema del cambio. A muchos partidos y movimientos políticos les gusta definirse en esos términos. El libro del exministro Alejandro Gaviria, “La Explosión Controlada”, cuenta desde la intimidad de su breve paso por la actual administración las dificultades de ejercer un cambio. Pero más allá de una crítica de inoperancia o falta de pragmatismo, dicha crítica no repara en el concepto mismo de cambio. Está claro que grandes revoluciones políticas han generado enormes transformaciones sociales, pero es dudoso definir el cambio en términos exclusivamente políticos, como si fuera solo pertinente al ejercicio de los gobernantes. Una de las funciones más importantes de la política, no es tanto promover o no el cambio, sino darle trámite. Alan Greenspan, presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos entre 1987 y 2006 y Adrian Wooldridge, un reconocido periodista, cuentan en su libro “Capitalismo en América”, cómo Estados Unidos se convirtió en la principal economía del mundo gracias, entre otros, a la capacidad de su sistema político de acomodar el cambio tecnológico y la fuerza de creación destructiva. El concepto de creación destructiva, popularizado por el economista austriaco Joseph Schumpeter, es fundamental a la hora de pensar el progreso tecnológico. Nuevas formas y tecnologías desplazan las anteriores, lo cual implica mayor bienestar para la sociedad como un todo, pero generan sectores perdedores.
En Colombia se habla actualmente mucho del cambio, en el sentido del quehacer político, pero menos de la capacidad de nuestra sociedad de acomodar y darle una gestión adecuada a nuevas tecnologías. Un ejemplo de primera mano que esta semana acaparó los titulares de prensa es el tema de las plataformas de movilidad como Uber, Didi o Cabify. La invención del GPS, el celular inteligente, los navegadores como Google y Waze, hicieron para muchos efectos prácticos obsoleto el conocimiento de los taxistas de las rutas de las ciudades, transformando el sector de movilidad. En Estados Unidos las aplicaciones cohabitan con los taxis, en el entendido que los dos modelos se complementan. Un viajero que llega a cualquier aeropuerto de una ciudad grande en dicho país encuentra las dos opciones, aunque Uber y Lyft son cada vez más populares. Los sitios para taxis y aplicaciones están bien demarcados.
En contraste nuestro sistema político no ha podido asimilar dicho cambio. Las aplicaciones de movilidad no han sido regularizadas y el Gobierno poco ha avanzado en crear un marco normativo que estimule su adopción y le de trámite a los problemas asociados al desplazamiento del antiguo sistema. Los taxistas tienen razón justificada en reclamar, no a través de vías de hecho, pero si en derecho, dado que el Gobierno tiene que solucionar el problema de herencia de los cupos. Un sistema político debe juzgarse en su capacidad de crear las condiciones para adopción de nuevas y mejoras tecnologías mientras soluciona los problemas asociados a la obsolescencia de habilidades, competencias y sectores desplazados.
Este reto será incluso mayor en las próximas décadas en la medida que el cambio tecnológico se acelere como resultado de la inteligencia artificial. Los países que logren dar un trámite adecuado a dichas innovaciones serán en verdad los países del cambio.