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Las inversiones forzosas fueron frecuentes en Colombia hasta la década de los 90, sobre todo en el período de alta represión financiera tras la reforma financiera de 1951. En el desarrollo de la Ley quinta de 1973, con base en regulación anterior de 1957 y 1959, las inversiones forzosas fueron ganando participación hasta alcanzar casi un cuarto de los depósitos del sistema. A comienzos de los 90 aún representaban 14% de los pasivos sujetos a encaje. La evidencia es clara en mostrar que las inversiones forzosas no solo no lograron su cometido en términos de profundización crediticia, sino que contribuyeron al encarecimiento de los préstamos y a una ampliación del margen de intermediación.
Dicha experiencia revela cómo las inversiones forzosas afectan negativamente el costo del financiamiento, ya que funcionan como un impuesto implícito a la actividad de intermediación. Este impuesto impacta tanto a los ahorradores como a las empresas y hogares que demandan crédito, en la medida en que reduce los recursos disponibles para que los establecimientos financieros asignen sus préstamos. Por estas razones, desde la década de los 90 se eliminaron gradualmente las inversiones forzosas, con la excepción del sector agropecuario donde todavía aplican a través de los Títulos de Desarrollo Agropecuario (TDA), creados por la Ley 16 de 1990 y emitidos por Finagro.
Un retroceso en esta materia sería indeseado. Con las inversiones forzosas pierden los empresarios, que tendrían menos recursos disponibles para demandar crédito y por tanto tendrían que pagar mayores tasas de interés. Pierden también los ahorradores porque es probable que los bancos tengan que reducir las tasas de depósitos para compensar por la baja rentabilidad asociada a las inversiones forzosas. Igualmente, pierden los bancos, dado que su rentabilidad podría disminuir en un contexto donde la rentabilidad de los activos financieros ya se encuentra en mínimos de dos décadas y similar al período de pandemia. Adicionalmente, hay pérdidas de eficiencia porque la expansión de crédito, que en dicho caso recae en el sector público, puede llevar a pérdidas importantes si la asignación no es adecuada.
Por estas razones pensamos que el Gobierno tiene mejores opciones para avanzar en materia de reactivación económica vía crédito. En primer lugar, el Gobierno podría concertar con el sistema financiero una metas concretas y urgentes de colocación a sectores específicos como el turismo y el agro, dentro del contexto del recientemente anunciado Pacto por el Crédito. Esto permitiría extender la base crediticia sin afectar la adecuada gestión de riesgo y la rentabilidad del sistema financiero. También los TDA emitidos por Finagro podrían tener un carácter más amplio y cobijar actividades agroindustriales.
Adicionalmente, el Gobierno tiene en el Grupo Bicentenario, que cuenta con $14 billones en patrimonio, en los créditos de redescuento y en los instrumentos de garantías potentes herramientas para direccionar crédito e incentivar desembolsos a regiones o actividades relativamente desatendidas. Las garantías son un instrumento bastante útil en una coyuntura como la actual. El año pasado el Fondo Nacional de Garantías movilizó $15,5 billones, apoyando 457.000 créditos en garantías en 1.094 municipios. De estos créditos la mayoría se dieron en el sector de comercio (40%) y existe un espacio importante para buscar una mayor diversificación sectorial.