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A raíz de la guerra que se está viviendo en el oriente europeo con la invasión de Rusia a Ucrania y la consecuente escalada de los precios internacionales del petróleo, las materias primas y en especial los alimentos, surge una reflexión frente a la seguridad alimentaria y energética del país.
Colombia es un país que fomenta de manera decidida la transición energética y trabaja en crear un ambiente favorable para la gestión del cambio climático. De igual forma, aprovecha los recursos naturales para financiar los programas e inversión que el país necesita.
Es una realidad que los hidrocarburos y los minerales son fuente de desarrollo para la comunidad y son indispensables para implementar la transición, sobre todo en momentos como estos, en los que, si bien los altos precios internacionales del petróleo nos proporcionan unas rentas adicionales, lo cierto es que, la seguridad y la autosuficiencia energética, no se encuentran garantizadas.
En efecto, si Colombia deja de explorar y producir hidrocarburos e implementa una política que frene el desarrollo de esta industria, se verá obligado a importar combustibles con fuertes consecuencias económicas no solo para las finanzas públicas, sino para todos los colombianos, pues implica, un alza importante en los precios de la gasolina y en el servicio público de gas.
En materia de seguridad alimentaria, surgen dudas frente a la capacidad del país para reaccionar ante un riesgo en los mercados internacionales. Los precios de los alimentos están disparados, descontando los efectos del paro, entre otras cosas, por la necesidad de importar cereales, pero especialmente por nuestra dependencia frente a los insumos agrícolas, fertilizantes y agroquímicos que importamos y son la base de nuestra producción.
Es el momento de promover una transición agrícola, que en la que el Estado participe activamente de este cambio, garantizando que los recursos que destina a investigación y transferencia tecnológica en el campo, se dirijan a esta transformación productiva, estudiando, fomentando y aplicando una agricultura realmente regenerativa y orgánica que nos abra una nueva fuente de recursos en los mercados que cada día demandan más alimentos producidos de manera amigable con el ambiente y sin la presencia de químicos.
Para solucionar nuestros problemas agrícolas, no es suficiente con subsidiar el precio de los insumos, que termina en los bolsillos de las multinacionales de la industria química y no se refleja en beneficios de nuestros agricultores. Los altos precios no se quedan en los productores pues se van en mayores costos de los insumos. La solución tampoco es garantizar un precio de compra a los productores, que no pretenda eficiencias, y si fomenta que los grandes capitales se vuelquen al campo a recoger subsidios dirigidos a ayudar a los pequeños agricultores. Los recursos de investigación se deben dirigir únicamente a promover la agricultura orgánica, la convencional tiene quien la defienda.
Subsidiar el campo no es la solución. La generación de créditos con tasa compensada para la reconversión productiva a largo plazo 15, 20 y 25 años es una de las medidas que se debe adoptar. Igualmente se debe impulsar la generación y divulgación del conocimiento, el fomento de bancos de semillas propios y autóctonos, así como también, se debe liberar al agricultor de la dependencia de los abonos de síntesis química, los transgénicos y los agroquímicos.
Impulsando un cambio en la forma de trabajar el campo, desarrollando una ganadería sostenible y no de grandes extensiones, se creará el escenario para tener agricultores y ganaderos productivos y socialmente estables, cuyas emisiones de gases efecto invernadero y la contaminación de los ríos producto de sus actividades se disminuya, con el fin de estabilizar la frontera agrícola. El próximo gobierno debe iniciar el camino de la transformación del campo impulsando la producción orgánica no dependiente de las multinacionales de productos químicos.