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Es alentador conocer las diferentes iniciativas que han surgido desde el sector empresarial para acelerar la reactivación económica. Líderes de todos los sectores que han generado estrategias económicas, sociales, políticas, culturales, etc., convocando la solidaridad de la sociedad en su conjunto. Pero es insuficiente, sin mencionar que no es responsabilidad exclusiva de un empresario ayudar a otros cuando necesita ocuparse, primero que todo, de la sostenibilidad de su propia compañía.
Los primeros encargados son los agentes de política pública y, en las actuales condiciones, reactivación significa, necesariamente, promoción empresarial. Uno de los beneficios de la actividad empresarial es el encadenamiento productivo: una empresa nunca opera de manera aislada, sino que trae consigo un engranaje de productos, servicios, empleos, transacciones, etc. Por eso la reactivación empresarial conduce a la reactivación económica.
En este sentido, la forma más sólida de apalancamiento que puede promover la política pública es el estímulo a la reconfiguración de las cadenas productivas: ayudar a los empresarios a que dinamicen su actividad jalona todo el andamiaje productivo; de ahí que haya sido tan importante mantener el crédito a las empresas.
Y la mejor forma de potenciar los encadenamientos productivos son los estímulos tributarios, tal como lo hace el mecanismo de Obras por Impuestos. Si las empresas activas puedan transmitir su dinamismo a las que se han afectado, va a ser más fácil el despegue.
Muchas empresas se han beneficiado de la actual coyuntura; entre ellas, las de telecomunicaciones, productos químicos, abarrotes, domicilios, etc. Si estos sectores pueden presentar como satisfacción parcial al Impuesto de Renta una porción de las transacciones que realizan para anclar nuevas empresas, entonces el mercado recibirá el detonante que requiere para generar su propia vitalidad. Se trata de una forma de tributación en especie, que permite capitalizar lo mejor de la sociedad especializada.
Hay varias razones por las que es favorable la adopción de una medida de esta naturaleza: la primera de ellas es que permite a las empresas contribuir a la economía con aquello que saben hacer mejor.
La segunda es que se promueve el encuentro directo entre oferta y demanda. Esto reduce intermediarios y además alienta la aparición de nuevos segmentos de mercado, o el fortalecimiento de los ya existentes.
La última razón, tal vez la más importante, es que beneficia a todas las partes en juego: a los aportantes porque les permite una administración más eficiente de su contribución; a los destinatarios, porque encuentran un escenario favorable para retomar su actividad económica con un riesgo moderado, y para el Estado, porque logra su cometido sin las trabas propias de los procesos de contratación pública.
Si el Estado es el agente responsable de la redistribución de los impuestos que pagan las empresas, se introducen costos de transacción, regulaciones y procesos burocráticos que entorpecen y dilatan la asignación de recursos, sin mencionar el riesgo de corrupción asociado a la administración de dineros públicos.
Evidentemente, la modalidad que propongo también entraña riesgos, pero incorpora motivaciones inherentes a la actividad empresarial, que convierten la crisis en una oportunidad de innovación en la gestión pública.
Pero las oportunidades no están en el entorno sino en la mente de quienes las conciben, y en la audacia de quienes las acometen. Por tanto, este es un momento sensible superar la barrera ancestral entre lo público y lo privado, entre los recursos del mercado y los del Estado.
Necesitamos un diálogo fluido entre gobierno y gremios, grandes y pequeñas empresas; poner en juego mecanismos ambiciosos que permitan a los empresarios desplegar con mayor eficacia el portafolio de estrategias que ya han puesto al servicio de la sociedad, de manera que sean replicables en aquellos sectores a los que no alcanzan a llegar con su desempeño cotidiano.