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La corrupción es un problema grave, creciente, mal entendido y peor enfrentado. Es un asunto cada vez más delicado, no solo porque Colombia figure como uno de los países más corruptos, ocupando el puesto 87 en el índice de percepción de la corrupción de Transparencia Internacional, sino también porque erosiona la legitimidad de las instituciones, al tiempo que entraña pérdidas cuantiosas para el erario, alcanzando cifras que rondan los $50 billones de pesos, según cálculos de la Contraloría.
La realidad y la experiencia enseñan que un cambio de constitución, de normas, de regulaciones o de gobernantes no son eficaces contra la corrupción, tampoco sirven los discursos, las campañas, los programas y mucho menos la creación de nuevas entidades con más burocracia.
Hay tres niveles correlacionados en los que se debe actuar simultáneamente para luchar de forma adecuada contra la corrupción. El primero y fundamental, de largo plazo, se refiere a la cultura cívica, a la educación, al buen ejemplo, a la ética y a los valores morales. La clave está en que la sociedad civil y el sector privado se habitúen, cada vez más, a fiscalizar estrictamente a los poderosos, al tiempo que se extiende la sana costumbre de censurar e incluso de excluir socialmente a quienes actúan de forma deshonesta, promoviendo el comportamiento honrado y honorable dentro del marco de la familia, de los amigos, de los centros educativos, de las empresas y de las relaciones con las autoridades.
El segundo nivel, de mediano plazo, tiene que ver con una drástica reducción de la impunidad de delitos como el soborno, el fraude o el hurto. De acuerdo con estimaciones de Transparencia por Colombia y de la Fiscalía, de cada cien delitos que se cometen en Colombia, 94 quedan impunes. Es decir, un corrupto tiene, en promedio, un 94% de posibilidades de salirse con la suya. Y, peor aún, de los seis casos que sí se sancionan, la mayor parte reciben beneficios judiciales, como la casa por cárcel o reducciones exageradas de penas. Así, mientras el costo estimado de la corrupción en posibles sanciones siga siendo menor al beneficio que produce en dinero y poder, habrá incentivos perversos para que los corruptos se multipliquen y la corrupción siga aumentando. Lo esencial no es aumentar las penas, sino investigar, capturar, juzgar y sancionar, de forma eficaz y ejemplar, a los corruptos. Para lograrlo hay que despolitizar el proceso de selección de los jueces y dotar a la rama judicial de más y mejores recursos económicos, humanos y tecnológicos.
El tercer y último nivel, de corto plazo, consiste en reducir al mínimo la autoridad discrecional de los funcionarios del Estado y el costo de la legalidad. La clave es permitir que, cuando se actúe de forma lícita, pacífica y dentro del los límites del respeto a los derechos ajenos, no se exijan permisos, trámites, ni estudios previos. Si para abrir una tienda, cambiar el techo de su casa o cortar un árbol en su predio, necesita el permiso discrecional de un funcionario, aumentarán las oportunidades y los incentivos para la corrupción. Donde abundan las regulaciones a los asuntos privados y aumenta el poder discrecional de los burócratas, se multiplican las oportunidades para corromper, en cambio donde los funcionaros están restringidos y las normas son claras y sencillas, no hace falta corromper a nadie y las oportunidades de corrupción serán mínimas.