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La reforma al sistema pensional no da espera. Las condiciones están sentadas para que, en el mediano plazo: (i) se integre el régimen de ahorro individual con el de prima media mediante un sistema de pilares, eliminando la competencia entre ambos esquemas; y (ii) se marchiten los subsidios del sistema público en la parte alta de la distribución del ingreso para mejorar la focalización sobre los más vulnerables y reducir la inequidad. Todo esto, aliviando -parcialmente- las presiones sobre el gasto público social.
Esto cumple con los estándares internacionales que avalan los esquemas de pilares y poco dista de las recomendaciones formuladas por los expertos al respecto. Más aún, pocos hacedores de política se opondrían a estos cambios, no solo por las virtudes objetivas de los mismos, sino por lo poco que tienen que perder: la mayoría -ya en la segunda mitad de su vida laboral- tiene asegurada una pensión altamente subsidiada en el régimen público que, ante una eventual reforma, será respaldada por algún mecanismo de transición, como ha sucedido en el pasado.
Ahora bien, este no será el caso de los jóvenes, quienes enfrentarán un doble desafío: por un lado, entrarán al mercado laboral con una expectativa menor acerca del monto futuro de su pensión, el cual estará determinado únicamente por su ahorro y sus rendimientos en un contexto de bajas tasas de interés de largo plazo.
Por otro lado, heredarán un sinfín de debates y reformas pendientes, necesarias para que el sistema de pensiones funcione en armonía con las dinámicas del mercado laboral.
Particularmente, deberán resolver la bomba social asociada a una cobertura pensional cada vez menor, la cual se explica por el envejecimiento de una población que durante su vida laboral estará expuesta a altos niveles de informalidad y no cotizará lo suficiente al sistema de pensiones. Y es que, si bien la informalidad ha caído en los últimos años, la densidad promedio de cotizaciones no ha mejorado, drenando así la sostenibilidad futura del sistema.
En este contexto, los subsidios serán insuficientes y se deberán librar batallas impopulares que flexibilicen el mercado laboral -e.g., permitiendo cotizaciones por debajo del salario mínimo, reduciendo aún más los costos laborales no salariales o estableciendo un salario mínimo diferencial por edades.
En este sentido, existen fallas en el esquema de pensiones fácilmente identificables y reformables. Sin embargo, las ganancias de una eventual reforma que únicamente atienda estos problemas podrían diluirse en el mediano plazo si no se atienden las fracturas del mercado laboral asociadas a la informalidad, que son mucho más costosas de reformar.
De esta manera, los hacedores de política del futuro no solo carecerán de la solidaridad -inequitativa- que recibieron los actuales al pensionarse, sino que se enfrentarán a un sinnúmero de desafíos desatendidos. La primera es una herencia irremediable; la segunda: ¿hasta qué punto se endilgará?