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En 2016, Colombia presentó una tasa de tributación total de 19,8% del PIB, 3 puntos debajo del promedio latinoamericano y 15 debajo del de la Ocde. Por otro lado, según Fedesarollo, las perspectivas de cumplimiento de la regla fiscal son inciertas y vulnerables durante los próximos años.
En efecto, esto nos indica que tributamos poco y que cualquier desliz en cuanto al gasto y los ingresos del gobierno lo puede llevar a incumplir sus compromisos fiscales. Toda discusión en torno a lo fiscal debe partir de estas premisas.
Ahora bien, el debate político parece ignorar ambos supuestos. Peor aún, los invierte. De esta manera, prevalece la narrativa según la cual en Colombia se pagan altos impuestos y los compromisos fiscales se pueden flexibilizar en función de medidas de gasto y tributación ineficientes.
Por ejemplo, se afirma que las empresas pagan una tasa total de impuestos de 69,8%, partiendo del cálculo del Banco Mundial que agrega lo que paga una empresa promedio. Sin embargo, existen tanto poca claridad sobre esta metodología como reclamos frente a los incentivos perversos que genera en la competencia tributaria internacional.
En Colombia, varios estudios han realizado una tarea más rigurosa para aproximar la cifra, desde 21,4% de Rincón y Delgado (2018) hasta 55,8% de Anif (2018) y 52,4-59,6% de Gómez y Steiner (2014). No obstante, tomar promedios es inadecuado pues la varianza de esta tasa en inmensa dado el sinfín de exenciones ofrecidas a las empresas.
Si bien las tarifas son altas al compararlas con otros países, insistir en la cifra del 69.8% distorsiona el debate fiscal y, peor aún, lo aboca a una especie de “feria tributaria”, siguiendo a José Antonio Ocampo, en la que florece todo tipo de propuestas de reducciones de impuestos corporativos sin medidas que puedan compensarlas. Ni los recortes en publicidad y nómina ni combatir la evasión -como se ha propuesto- resguardarán los compromisos fiscales.
Menos lo hará la confianza a ciegas en la “teoría del goteo” según la cual los recortes se irrigarán verticalmente a través de la economía, mejorando indirectamente las condiciones de ingreso y empleo de la clase media y baja. En realidad, el desajuste fiscal posiblemente se traducirá en demandas por menor gasto social a la Reagan, lo cual puede desviar los avances recientes en esta materia.
Así, difundir narrativas que distorsionan el debate tributario y niegan su realidad puede tener consecuencias nocivas para los compromisos fiscales y la eficiencia del mismo sistema, al azuzar medidas no compensadas que contribuyan a ahondar el desbalance.
Todo esto en desmedro de las verdaderas discusiones estructurales, como las exenciones, la bomba social y fiscal en pensiones, la ineficiencia del gasto para corregir la desigualdad, la actualización del catastro rural y la tributación de las personas de mayores ingresos. A fin de cuentas, es hacia estas narrativas que el debate debe migrar.