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Nuestra existencia es el producto de un proceso generador con probabilidad tendiente a cero -el milagro de la vida- y una asignación a todas luces azarosa. No en vano, el viejo adagio reza que la familia no se escoge. Ahora bien, curiosamente, de esta aleatoriedad surgen distintas condiciones iniciales que determinarán, en gran medida, resultados disímiles a lo largo de la vida.
En este sentido, la reflexión sobre la desigualdad es fundamental a la hora de pensar sobre la sociedad en la que queremos vivir. Así, el experimento mental rawlsiano del velo de la ignorancia cobra relevancia: ¿qué tanta justicia le pediríamos a la sociedad si no supiéramos qué lugar -en términos de ingreso, redes, sexo o raza- ocuparemos en la misma?
Hacer estas preguntas es pertinente cuando hay quienes sostienen que la desigualdad es incorregible, pues se trata de unos sujetos exitosos y trabajadores que aprovechan sus habilidades individuales y otros poco agraciados que se merecen su pobreza; que basta con optar por la igualdad de oportunidades. Sin embargo, no se puede desligar -completamente- el éxito individual del peso de la cuna. De hecho, Hugget et al. (2011) encuentran que, a los 23 años, las diferencias en las condiciones iniciales de los individuos dan cuenta de dos terceras partes de la variación de ingresos entre los mismos a lo largo de la vida. Según los autores, esto sería aún más alarmante si se siguiera a los individuos desde edades más tempranas.
Y es que prescindir de la incidencia de las dotaciones iniciales conlleva nuevas formas de exclusión, a veces parapetadas bajo la noción de meritocracia. Así, llegamos a creer que en una sociedad desigual puede existir igualdad de oportunidades, lo cual, según Robert Solow, es engañoso pues no hay igualdad de oportunidades cuando unos pueden comprarlas y otros no. Peor aún cuando se cree que la pobreza es mental, ignorando la endogeneidad que puede existir entre esta y las decisiones restringidas que la misma obliga a tomar. No en vano, Mani et al. (2013) demuestran que el mismo granjero en la India tiene un mejor desempeño cognitivo después de la cosecha -cuando es relativamente rico- que antes, controlando por otros factores.
Toda esta discusión aboca al hecho de que, en Colombia, a un niño pobre le toma 11 generaciones alcanzar el ingreso medio, mientras que en los países nórdicos entre dos y tres, según la Ocde. En este sentido, es deber del Estado intentar acortar las brechas de condiciones iniciales mediante redes de seguridad social e inversiones en capital humano que nivelen el campo de juego. Por otro lado, nos concierne rebatir las narrativas que intentan naturalizar la persistencia de la desigualdad desde una posición privilegiada, poniendo en jaque la movilidad social. A fin de cuentas, de nada servirá enseñar a pescar si la gente es arrojada en medio de un naufragio mientras unos pocos juzgan desde buena mar.