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La Conferencia sobre Cambio Climático de las Naciones Unidas o Conferencia de las Partes - COP27 - en Sharm el-Sheik ha finalizado. Luego de un día extra de deliberaciones y varias suspensiones de la sesión final, el presidente de la COP27, Sameh Shoukry, ministro de Exteriores de Egipto, en un lánguido y poco emotivo discurso informó sobre el principal logro de este evento: “…considerar la preparación de un fondo para perdidas y daños asociados con los efectos adversos de cambio climático…” cuyo destino serían los países más vulnerables, intención que se ha discutido por décadas y no resulta muy alentadora dados los resultados concretos y avances del Acuerdo de París.
Si bien es cierto que la diplomacia climática avanza en motivar y robustecer el dialogo entre diferentes países sobre asuntos claves de este problema global, es también verdad que esta burocracia carece de dientes para exigir avances en estas ambiciosas y, algunas de ellas, utópicas metas. Ejemplos hay de sobra: de 193 países o territorios suscriptores del Acuerdo de París, se cuentan menos de 35 de estos con compromisos vinculantes para reducir las emisiones.
Además, las manifestaciones consignadas en planes de reducción de GEI de todos los miembros de dicho Acuerdo (Contribuciones Nacionales no Determinadas - CND) no son suficientes para alcanzar una reducción de 50% de las emisiones para 2030, condición necesaria para mantenernos debajo de límite de incremento de la temperatura global de 1,5 grados, tal como lo indicó el granadino Simon Stiell, recién posesionado Secretario Ejecutivo del Cambio Climático de las Naciones Unidas.
Otro fracaso evidente es el limitado flujo de financiación que han recibido los países más pobres para apalancar la transición energética; bien buscando la reconstrucción de ecosistemas y así capturar carbón o para la descarbonización de las industrias y el transporte de estas naciones; tampoco se han obtenido recursos que generen las condiciones que permitan que las economías más vulnerables desarrollen instrumentos que les permitan acceder a mercado de bonos de carbono. Se estima que estos países requieren US$4 trillones para alcanzar su meta de reducción de emisiones en 2030.
Hay dos principios de integridad clave que no se identifican en esta realidad: primero, los objetivos deben ser transparentes, alcanzables y, antes que nada, deben ser el resultado de un consenso del grupo de miembros del Acuerdo de París y, segundo, estos compromisos deben acompañarse de acciones concretas, implementables y medibles. Mucho se discutió en Sharm el-Sheik sobre “green washing” (lavado verde) que consiste en que países, empresas privadas e instituciones, anuncian rimbombantes objetivos y planes de acción para combatir el cambio climático, con lo que mejoran su imagen, pero a la postre no pasa nada.
Entre tanto, en Colombia el Gobierno del presidente Petro, a través de la ministra de Minas y Energía, Irene Vélez, ha anunciado la “Construcción de principios, metodología y lanzamiento del Diálogo Social para definir la Hoja de Ruta de la Transición Energética Justa en Colombia”. Una vez terminada la planeación -primera etapa de este proceso-, la segunda parte se ocupará de definir “…las metas concretas de largo plazo y el tiempo para lograrlas…”. La última etapa contempla el diseño mismo de la Hoja de Ruta.
Siguiendo el principio de transparencia en los objetivos, el Gobierno debe considerar la cruda realidad de Colombia: somos un país pobre cuando hablamos de pobreza multidimensional y monetaria y, en consecuencia, somos una nación también pobre en emisiones y ese punto de partida debe ser tenido en cuenta: la transición energética colombiana debe ir de la mano con un Plan Nacional de Desarrollo que busque a toda costa la generación de riqueza y su justa distribución dentro de las poblaciones más necesitadas.
No podemos caer en el sinsentido de definir una reducción de emisiones de manera dramática y dejar a nuestra población sumida en la pobreza, porque la tecnología para transformar nuestros procesos productivos y medios de transporte no es asequible. Por ejemplo, no podemos dejar de desarrollar nuestra infraestructura porque la producción de cemento requiere, energía limpia como el hidrogeno verde, y también, captura de carbono para obtener un producto limpio, lo cual podría multiplicar en varias órdenes de magnitud su costo haciéndolo inviable.
Ya anotamos acá hace un par de semanas que la prioridad en un plan de reducción de emisiones debe ser la reducción de la deforestación en el sur oriente colombiano y para eso la tecnología está inventada.
Cuando Estados Unidos reduzca sus emisiones en 50% para 2030, como lo anunció el presidente Biden en Egipto, sus emisiones per capita serán casi cinco veces más que las nuestras, aún cuando nos mantengamos en el nivel actual.
Ahora bien, en el contexto global, nuestro país no está dentro de la lista de países más vulnerables, la atención de los flujos internacionales privilegiará a países como Afganistán, Bangladesh, Chad, Haití, Kenia, Malawi, Nigeria, sólo por nombrar algunos y decir que el foco estará por fuera de nuestra región.
Entonces quedamos en manos de la cooperación con bancos y entes multilaterales con arraigo en nuestro país, pero antes que nada seremos nosotros mismos los colombianos los responsables de encontrar una salida a nuestra realidad. Por esto, el sector privado juega un papel fundamental en alcanzar un desarrollo sustentable: empujar por la productividad de nuestras empresas con tecnologías más limpias, por la generación de empleo bien remunerado y, en últimas, por la creación de riqueza amigable con el medio ambiente. Debemos salir de la pobreza alejándonos de las emisiones.