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Comienzo por admitir que tengo un alma antigua y que inicié la formación de mi criterio jurídico en una época donde a nadie en la industria de infraestructura y energía se le ocurría firmar un contrato sin el visto bueno de un equipo legal robusto, experimentado y con recursos adecuados.
También debo reconocer que ese contexto ha cambiado drásticamente con muchos matices positivos, pero también con otros por mejorar, y que este artículo tiene como objetivo provocar reflexiones sobre el rol de las gerencias legales en las compañías modernas, enfrentadas hoy a una nueva dinámica que podría representarse de la siguiente manera: “Legal solo revisa contratos de alta complejidad. Sales puede acordar directamente contratos de bajo impacto. Ops no requiere asesoría para manejar contratos estándar. “Es solo un NDA”.
El nuevo mundo emprendedor tiene una importante resistencia o un sesgo hacia “entorpecer” una negociación, “frustrar” una venta, o “demorar” un cierre. Producto de esa realidad y con el objetivo legítimo de “eficientar” los procesos corporativos, en el argot empresarial viene haciendo carrera una clasificación para determinar el nivel de atención y recursos especialmente jurídicos que se invertirán en una operación según la percepción de diferentes contratos: se trata de una taxonomía que los clasifica por su impacto y complejidad. No cabe duda de que es una propuesta muy esperanzadora y tentadora. ¿Quién no quisiera que todo fluya más rápido en el funnel y presentar los mejores resultados en cada comité?
Ahora bien, para establecer si el contrato “Alianza Comercial X” pertenece al grupo de “bajo impacto” o si el “Acuerdo de Confidencialidad Y” se ubica en el de “alta complejidad”, tendrían que estar muy claros y delimitados los patrones de características comunes que debe reunir un individuo y que orientarán la decisión de clasificar cada tipo contractual. La taxonomía es útil para sacar conclusiones aplicables a un grupo en función de las características comunes que compartan los individuos que lo conforman.
Esto es más evidente en el reino animal. Los vertebrados se diferencian de los invertebrados según el individuo observado tenga esqueleto o no, característica suficientemente objetiva cuyos patrones define la ciencia y cuya clasificación realizan los científicos entrenados. En el lenguaje empresarial diríamos que la clasificación producirá eficiencia en la medida que permita estandarizar procesos, pero sobre todo será útil si la compañía está agrupando vertebrados con vertebrados porque solamente les serán aplicables las conclusiones diseñadas para el conjunto si los individuos agrupados cuentan efectivamente con las características comunes deseadas. Lo anterior parece una obviedad; sin embargo, la aplicación del proceso taxonómico contractual en el escenario corporativo reciente nos dice lo contrario.
La taxonomía comienza por identificar o descartar la presencia de esqueleto en los individuos contractuales a clasificar, y allí ocurre con frecuencia que el ejercicio cede a la tentación de limitarse a observar las etiquetas, por ejemplo, el título del contrato o de sus cláusulas. Durante más de 15 años de ejercicio profesional he tenido la oportunidad de revisar una enorme cantidad de documentos con el título de “alianza comercial” y que por más que su cláusula denominada objeto también lo repita, laten en la frecuencia de contratos de prestación de servicios; varios cientos de contratos con el rótulo de suministro de energía cuyo esqueleto es el de una venta de activos; y no pocos EPCs que divagan entre compraventas y arrendamientos de servicios o que realmente son créditos indirectos.
También he tenido la oportunidad de reencontrarme con minutas de mi autoría o en cuya realización original participé. Vuelven a mí, tiempo después, instrumentando negocios jurídicos excluyentes con aquellos para los cuales fueron consideradas o con tantos retoques que podrían ser una foto de perfil en cualquier red social. En esos casos, el ejercicio de taxonomía cedió a la tentación de recircular un documento sin la debida consideración de sus fundamentales originales ni de su pertinencia o impertinencia en el nuevo contexto que lo convocó posteriormente.
La trampa de las etiquetas y la trampa del copy son tanto problemáticas como usuales en la taxonomía de contratos “complejos o de alto impacto”. Clasificar erróneamente un contrato vertebrado, en el grupo de los invertebrados, tiene consecuencias. Y si bien podemos decidir ignorar la realidad, no podemos eludir las consecuencias de hacerlo. Por ejemplo, resulta altamente preocupante el riesgo fiscal en muchos de los contratos que buscan instrumentar proyectos de autogeneración solar. En la víspera de su auge nadie quisiera ver la energía limpia que producen opacada por 19% omitido durante sus 3, 7 o 10 años de ejecución. Desafortunadamente 3 de cada 5 contratos que revisamos viene mal clasificado.
El ejercicio de observar esqueletos no es muy intuitivo y ciertamente tampoco es muy divertido, especialmente para quienes no son científicos. Cuando llegan a mi escritorio vertebrados sin esqueleto, no puedo evitar acordarme de Los Dumis: “Uno de estos animales no es como los otros”… (En mi defensa, advertí que tenía un alma de otro tiempo).
A continuación algunos tips útiles para evitar caer o salir de las trampas a la hora de clasificar la complejidad de un contrato:
1. El título del contrato no determina su régimen legal.
2. Recircular contratos es una forma menos divertida de jugar a la ruleta.
3. Identificar esqueletos contractuales no es un ejercicio intuitivo. Requiere ojos entrenados, criterio y contexto.
4. Si quieres identificar y medir lo que realmente importa en la gestión contractual de tu compañía, escríbenos a corporativo@angulomartinez.com y diligencia inmediatamente sin costo nuestra MCC (Matriz de Complejidad Contractual).